ELI
1 Samuel 1:14 “Entonces Elí le dijo: ¿Hasta cuándo estarás embriagada? Echa de ti tu vino”
Había empezado su ministerio con mucho brillo. Cuando era un sacerdote joven, lleno de vida, de fe y de pasión por el privilegio de haber nacido en una familia sacerdotal, había sido uno de los favorecidos por Dios pues su nacimiento estaba marcado por el sacerdocio generacional.
Eli, que así se llama nuestro protagonista, era un varón muy bendecido. Indudablemente había participado en cientos de sacrificios en el Templo del Señor que lo había puesto en esa posición tan privilegiada.
A su tiempo, llegó a ser un padre de familia. Quizá influyó mucho en sus hijos para que siguieran sus pasos y fueran hombres consagrados a su ministerio heredado por su linaje familiar. No se nos habla de la esposa pero según la costumbre, tuvo que haber sido también del linaje de la familia sacerdotal de Leví.
Siguiendo la tradición, este joven fue instrumento de mucha ayuda para el pueblo que llegaba con fe a entregar sus corderos para ser sacrificados al Dios de Israel quien recibía su ofrenda con olor fragante. Elí era un joven sacerdote lleno de pasión y entrega. Seguramente cuidaba mucho su vida privada y pública para que el Dios a quien servía no tuviera ninguna queja en contra de él y tuviera que disciplinarlo.
Pero algo sucedió en el camino…
Y es que la vida -mis amigos-, si no sabemos enfrentarla con sus retos y desafíos nos puede jugar una mala pasada. La vida puede ser cruel en algún momento. Nos pone a prueba y el problema es que no solo está esperando el momento de dar su zarpazo, sino también espera el momento de humillarnos y poner en entredicho nuestra vida. A Eli le sucedió lo que nos puede pasar a muchos de los que servimos al Señor. Mientras somos jóvenes y llenos de sueños, esperanzas y proyectos, estamos embebidos de esa pasión por hacer cosas grandes para nuestro Dios.
No escatimamos esfuerzos con tal de alcanzar aquello que nos llena de vigor, de aquellos sueños de grandeza y de alto impacto en la vida de quienes están bajo nuestro cuidado. Se han visto ministros de Dios que mientras fueron jóvenes se entregaron con fidelidad al servicio del Dios que los llamó, dejaron vicios, dejaron costumbres carnales, dejaron amigos y muchas cosas con tal de agradar a su Dios.
Era fácil en aquellos tiempos reprender al Diablo con sus artimañas y trucos que amenazaban con hacernos caer en algún pecado. Cuidábamos mucho nuestros ojos, nuestros deseos internos, nuestras pasiones juveniles se quemaban en el altar del Señor para castigar la carne y sus desviaciones. Éramos los vencedores. Los invictos. Los triunfadores.
La oración, el ayuno y la consagración eran nuestro estilo de vida. Nuestro único deseo era estar al nivel de santidad que el Señor exige de quienes somos sus servidores. Leíamos la Biblia todos los días. Nunca salíamos de casa sin antes haber hecho nuestro devocional diario, privado y haber doblado rodillas ante la Majestad que sabíamos que observaba con interés nuestro sacrificio diario. Como lo recomienda el Apóstol Pablo, presentábamos nuestro cuerpo en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios que era nuestro culto racional. Vivíamos en un éxtasis de consagración y teníamos el privilegio de tener visiones metafísicas, vivíamos experiencias más allá de lo natural porque nuestra vida espiritual daba como resultado una comunión con Dios que trascendía toda razón humana.
Hasta que llegaron las canas. La vejez es el enemigo más peligroso de un pastor. La vejez es la línea divisoria entre la santidad y la carnalidad. La vejez es lo que marca el parámetro de lo que en realidad somos como servidores de Dios. Es en esa edad peligrosa en donde ya no se ora porque se ha orado mucho. Ya no se lee la Biblia porque a fuerza de tantos años, la conocemos de memoria. Ya no hablamos de la Palabra porque la hemos predicado miles de veces. Ya no hay devoción porque conocemos a Dios por años de ayuno y oración. La vejez es el momento más peligroso de un siervo que tuvo fuego pero que ya no quedan más que cenizas.
Es en la vejez en donde debemos tener más cuidado de nosotros mismos. Es cuando nos creemos inmunes al ataque del enemigo de nuestra fe. Es en la vejez en donde la mayoría de siervos han caído bajo el influjo de la pereza espiritual. Ya no hay pasión por algo nuevo porque se han vivido muchas cosas que fueron nuevas. Ya no hay visiones. Ya no hay experiencias. Ya no se santifica el alma. Ya nos damos el permiso para vivir holgadamente la vida espiritual y es cuando el enemigo que ha estado acechando nuestra vida da el golpe final para terminar algo que pudo ser coronado de gloria en una vergüenza y humillación dolorosa.
Ese fue el triste final de Eli. Terminó su sacerdocio viviendo una religión oxidada, una relación fría y distante con su Dios. Terminó su camino casi ciego y sin ningún espíritu de discernimiento hacia Ana que lloraba desconsolada por su dolor. Terminó vergonzosamente sin disciplinar a sus hijos por sus conductas inmorales y abusivos con las cosas santas del Señor.
El problema, damas y caballeros, no es como empezamos. Es como terminamos.
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