CUIDADO CON EL ORGULLO

Hechos 23:2  “Y el sumo sacerdote Ananías ordenó a los que estaban junto a él, que lo golpearan en la boca”


Tengo que ser sincero con ustedes. Mi pasión es estudiar la Palabra de Dios. Tengo esa pasión ya por casi cincuenta años desde que me convertí al Señor Jesús. He tenido el privilegio de recibir clases de Biblia en el programa de Estudios Bíblicos de Israel (Eteacher) asociado a la Universidad Hebrea de Jerusalén con algunos connotados maestros como el erudito en estudios bíblicos Jesús Prado y el colombiano Erick Rodriguez, experto en hebreo bíblico y otros que han abundado en mis conocimientos sobre la Biblia, el libro que más amo.


Eso me ha llevado a introducirme en los misterios escondidos de la Escritura y solo con la ayuda de mi esposa es que no he permitido que todo ese bagaje de conocimiento de la Palabra de Dios se me suba a la cabeza cuando predico en mi congregación. 


Y es que la dependencia en la Persona del Espíritu Santo he tenido la oportunidad de dejar en sus Manos todo eso que me ha regalado para mi propio acumen y poder así, compartir con algunos pastores amigos esas perlas escondidas en la Escritura.


Todo esto lo traigo a colación porque muchos estudiantes de cualquier nivel, con un poquito de conocimiento que adquiramos somos fácil presa de que el enemigo, Satanás, tome ventaja sobre nuestras vidas y se le de permiso para sacudirnos un poco el polvo del orgullo, la prepotencia y la vanidad. Bien lo dijo el sabio: Vanidad de vanidades es todo lo que está debajo del sol.


Pablo, nuestro maestro de Nuevo Testamento, pasó por ese trance. En algún momento de su vida estuvo frente al Sanedrín de Jerusalem dando cuenta de sus actos que a ellos no les gustaban. En el momento que estudiamos, lo están interrogando sobre sus acciones entre los gentiles de su época. Pablo, lógicamente, se defiende como solo él sabe hacerlo. Espera que el Señor a quien sirve con todo su corazón, venga a socorrerlo en este momento crucial de su vida. Está frente a la crema y nata de la sabiduría religiosa de su época. Están los magistrados que dictan las leyes de la conducta israelita y los cuidadores de la religión establecida. 


Pablo confía en que el Señor, repito, vendrá en su ayuda. Y comete el error que todos estamos expuestos a cometer: Hablar de nosotros en vez de hablar del Señor. Sabemos, por su testimonio, que Pablo había sido educado por los más insignes maestros de su formación. Presume especialmente de haber estudiado bajo la tutela de Gamaliel, quien era nieto del honorable rabino Hilel, quien fue el fundador de la escuela de interpretación bíblica más sólida de ese tiempo. Ya con eso, tenemos para quitarnos el sombrero ante este hombre que escribió la mayoría del Nuevo Testamento.  Hasta la fecha, Pablo es el más respetado y mencionado autor de las cartas a la Iglesia universal cristiana.


¿Qué fue lo que dijo Pablo entonces ante aquel público que estaba juzgando sus hechos? Bueno, a simple vista no parece nada exagerado. Cualquiera podría haber dicho lo que él dijo. Pero Pablo no es cualquiera. Pablo es Pablo. Y, como tal, no se le permiten ciertas libertades porque pone en peligro no solo el Nombre del Señor que lo llamó a su servicio, pero también porque puede parecer algo o quizá mucho de orgullo. 


Aferrándose a su formación académica y espiritual, Pablo mencionó su trayectoria en el judaísmo. Aquí sus palabras: Hechos 23:1 “Entonces Pablo, mirando fijamente al concilio, dijo: Hermanos, hasta este día yo he vivido delante de Dios con una conciencia perfectamente limpia”  En ese instante, el Sumo Sacerdote ordenó que le dieran una bofetada. Y sabemos que eso no le gustó al apóstol. ¿Qué sucedió allí?  ¿Qué lección podemos sacar de ese episodio?


No fue el Sumo Sacerdote. No fue el soldado. Fue un mensajero de Satanás que vino para abofetear a Pablo, pero solo porque Dios se lo permitió.  El Señor no iba a permitir que su siervo se enalteciera en forma orgullosa por la gran revelación que recibió, Dios seguía teniendo el mando. Todo lo que Pablo había alcanzado en su vida espiritual, en su vida religiosa y en el gran don que tenía para enseñar, corregir y expandir la Verdad de Dios, no le pertenecía. No era de él. Era un don de Dios y había que recordárselo a toda prisa. Pablo lo entendió cuando se disculpó ante la autoridad. Se dio cuenta del desliz que tuvo en ese momento de gran presión.


No siempre son las personas las que nos humillan. No siempre son las personas las que nos hacen sufrir consecuencias que nos duelen y lastiman. Muchas veces son nuestros actos imprudentes al hablar, accionar o ejecutar juicios que no nos pertenecen. Dios ha prometido estar con nosotros todos los días, pero esa promesa abarca también los días en que cometemos imprudencias y podemos caer en el orgullo ministerial y decimos cosas que desplazan la Gloria de Dios para salir nosotros en caballo blanco.  


Es allí en donde el Diablo recibe permiso de Dios y cumple su cometido: darnos una buena bofetada para enseñarnos a cerrar nuestra boca para no quitarle la Gloria que solo le pertenece a nuestro Dios.

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