¿EN DONDE SE PERDIERON?
Proverbios 6:20 “Hijo mío, guarda el mandamiento de tu padre, y no abandones la enseñanza de tu madre…”
Estamos en el año del Señor 1960.
Nos levantaban a las cinco de la mañana. Después de hacer nuestras camas y barrer la acera frente a la casa, otro de mis hermanos se ocupaba de barrer y trapear la casa. Las mujercitas a poner la mesa y ayudar en la cocina para preparar el desayuno. Los hombres hacíamos un poco de ejercicio corporal dirigidos por nuestro papá. Luego al baño de tres minutos cada uno. Sacábamos las toallas al lazo que siempre mi mamá tenía en el patio para secarse al sol. Después, 30 minutos de repaso de las lecciones que íbamos a estudiar ese día en la escuela.
Las tablas de multiplicar, en voz alta para que se nos quedaran de memoria. Luego, bajo la exigente mirada de nuestro padre, cambiábamos de materia. Lenguaje, historia, geografía y al desayuno. Al terminar, cada quien recogía su plato, lo llevaba a la pila, mientras otro limpiaba la mesa y sacudía el mantel. La hija encargada del día, lavaba los platos y los dejaba escurriendo en su lugar.
Después de todo eso, mi papá nos pasaba revista: uñas bien cortadas y limpias. Zapatos lustrados. Orejas sin cerumen a la vista. Dientes limpios y uniforme en orden. Los varones con los calcetines del color correcto y las niñas con sus calcetas bien blanqueadas. El bolsón con todos los útiles escolares, revista de lápices con punta, crayones en orden y los cuadernos sin puntas dobladas o mal cuidados.
Mi mamá se encargaba de acompañarnos a la escuela a mis tres hermanos y a mi. Cuando llegábamos, media hora antes de empezar las clases, nos entregaba en la puerta donde la encargada nos recibía y mi mamá le daba el consejo de siempre: Se los encargo con todo y nalgas señorita. Solo de escuchar esa famosa y diaria frase nos daba escalofríos. Ya sabíamos que la maestra tenía toda la autoridad sobre nosotros y cuidado quien rompía las reglas internas de la escuela.
Pero allí no terminaba todo…
Ya en la clase, todos los alumnos nos encargábamos de la limpieza del aula. Unos barrían, otros trapeaban, otros sacudían los pupitres. Y luego se sacaban los trapos al sol del patio para el día siguiente. Otro grupo barría el patio de la escuela y dejar la basura en su lugar.
Cuando sonaba la campana, entraba la profesora de los diferentes grados. Todos los alumnos nos poníamos de pie y saludábamos con un “buenos días profesora”.
Dos horas de clases. Recreo y luego otras dos horas más de clases. Entrega de deberes. Preguntas de la maestra y levantar la mano para pedir permiso para hablar. Todos en silencio, aparentemente bien portados. Porque siempre hay un pelo en la sopa. Pero eso es otra historia.
Era obligatorio participar en clase. Si no lo hacíamos, iba la queja a nuestra casa en donde mi papá recibía el mal informe y, puestos de pie frente a él mientras cenaba, nos pedía cuentas por qué no habíamos participado de las preguntas y respuestas. A ver, muchacho, dígame lo que no quiso opinar en público. Y allá iba el castigo porque seguramente no habíamos estudiado la lección. En voz alta, estudiando la materia hasta la hora de acostarnos que era exactamente a las ocho de la noche. Luces apagadas y cuidado quien hacía ruidos o escándalo en la habitación. El cincho siempre estaba a mano.
Estamos en el año del Señor 2024.
Tengo el privilegio de vivir en un edificio de apartamentos en una de las zonas de la ciudad que se llama “de alto perfil”. Allí viven jóvenes millenials. Generación X y Z. Nunca dicen buenos días cuando nos encontramos en el ascensor. Tampoco responden el saludo que les hacemos los adultos. Nunca ven a nadie a los ojos. Siempre con su celular en la mano. Parquean sus carros de alta gama en donde quieren y no hacen caso de los avisos que hay por todo el edificio de: No fumar. No usar parqueos ajenos. Limpie el popó de su perro. No se admiten visitas. No tire basura en las áreas comunes. Encienda las luces de su carro cuando entre en zonas oscuras. No bocine con escándalo cuando quiera entrar al edificio, los guardas le abrirán el portón eléctrico sin esa necesidad. No se permite música a alto nivel por respeto a los que trabajan en casa. No se permiten reuniones escandalosas en los apartamentos. En lo posible, reciba sus visitas en el Launch. ¿Fiestas? Hasta las diez por favor. Y sin licor.
¿Haría falta toda esta parafernalia de avisos si estuviéramos aún en el año del Señor 1960? Creo que no. Por eso me cuesta tanto adaptarme al año del Señor 2024. Y me surge la pregunta del titulo: ¿En donde se perdieron los valores humanos? Emulando al cómico mexicano: ¿Qué nos pasó? Que alguien me explique.
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