¿QUIEN DEFINE NUESTRO BIENESTAR?

Juan 5:7  “El enfermo le respondió: Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua es agitada; y mientras yo llego, otro baja antes que yo”


La codependencia es malísima. Nos roba la libertad de ser quienes debemos ser. La dependencia del que dirán nos pone etiquetas que los demás quieren que llevemos. Y eso nos anula. Nos hace sentirnos inútiles. Nos hace sentir que no servimos para nada ni para nadie. Es un falso sentido de humildad porque disfrazamos la dependencia diciendo o pensando que los demás nos tienen que ayudar en todo.


La codependencia es un síndrome de querer que todos hagan por nosotros lo que nosotros debemos hacer. Y eso nos enaniza. Nos roba la creatividad y nuestro cerebro lo detecta y se pone perezoso, ya no funciona al cien por cien esperando que otros nos digan que hacer en todo.


Una mujer de mi congregación sufría abusos de parte de su esposo. La golpeaba, la insultaba y la hacía sentirse menos solo por ser mujer. Cuando le pregunté por qué soportaba tanto abuso sin hacer nada, su respuesta, si no me asustó, sí me hizo pensar en lo que esta dama tenía incrustado en su interior: Ella dependía emocionalmente de su esposo. Su respuesta fue: “¿y que hago sin él?”


Esto no es nada nuevo. Aún personas que conocen al Libertador por antonomasia que es Jesucristo quien nos vino a libertar de las cadenas de opresión y del abuso, continúan viviendo bajo ese régimen, pretextando que sin esa persona, aunque los insulte y los rebaje en su condición de seres humanos, prefieren “lo viejo conocido a lo nuevo por conocer”. Si, sirven al Señor. Si, lo adoran con sus cánticos y alabanzas. incluso pueden predicar su Palabra. Pero en su fuero interno siguen esclavizados a la dependencia de una madre abusadora, sobreprotectora, a un padre ingrato, a un cónyuge prepotente, a un hijo malcriado. 


El paralitico de Betesda aceptó que era probable que nunca fuese sanado, después de todo, ni siquiera le pidió a Jesús que lo ayudara, lo levantara y lo llevara al estanque.  Este hombre supuso que nunca podría hacer lo necesario, que jamás obtendría lo que al parecer tanto había anhelado.  Año tras año, este hombre se hundía más y más en un cieno de emociones: temor, autolástima, desesperanza y desaliento.


Dependía de otros para su avance.  Dependía de otros para su sanidad.  Dependía de otros para su milagro. ¡Hasta que llegó Jesús!


Cuando usted depende más de los demás que de Dios, nunca verá la plenitud del propósito de Dios para usted.  Cuando usted depende más de los demás que de Dios, lo definirá una parálisis perpetua.  Cando depende de sus debilidades para definirlo o de sus éxitos para satisfacerlo, se paraliza en el borde del milagro que Dios tiene para usted.


Durante demasiado tiempo hemos dependido de los demás para ser felices.  Hemos dependido de los demás para que nos completen.  Hemos dependido de los demás para nuestros avances.  Hemos dependido del gobierno, de los medios de comunicación y de la cultura popular para enseñarles a nuestros hijos lo que está bien y lo que está mal.  Hemos dependido de las redes sociales para ayudarnos a definirnos en la maniera que queremos que otros nos vean. Dependemos de cuantos seguidores tenemos para sentirnos que somos alguien. Nos valoramos de acuerdo lo que digan las redes de nosotros.


Hemos dependido de conformarnos con menos que lo mejor de Dios en lugar de confiar en Él para el milagro necesario para experimentar nuestra sanidad. 

¡Ha llegado el tiempo para un cambio, mis amigos! Ha llegado el tiempo de escuchar la voz de Jesus que nos pregunta: “¿Quieres ser sano?”  “¿Quieres ser tú?”


Y ha llegado el momento de responderle con obediencia. A desprendernos de lo que digan los demás. Que ya no sean otros los que decidan donde puedo vivir, en donde puedo comprar, en donde puedo divertirme, en donde puedo ser yo.  Ya no podemos seguir dependiendo de los grandes comerciantes para vestirnos de acuerdo a lo  que ellos tengan en sus vitrinas, pero decidir por nosotros mismos cómo vestirnos de acuerdo a los deseos de nuestro Dios.


No se si soy raro o qué, pero cuando visito al barbero que me corta el cabello, al sentarme en su sillón le digo: “no me toque, hasta que yo le diga como quiero el corte”. El barbero no tiene ninguna autoridad sobre mi para cortarme el pelo según “la última tendencia”. No señor. 

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