¿PERDIO SU TURNO?
Juan 5:4 “…porque un ángel del Señor descendía de vez en cuando al estanque y agitaba el agua; y el primero que descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba curado de cualquier enfermedad que tuviera”
Fui al banco a hacer un trámite de ventanilla. Tenía un poco de prisa porque el tiempo no me iba a alcanzar para hacer lo que necesitaba. Así que me apresuré a poner mis datos en el aparato de entrada, saqué mi número en la lista de espera y me senté como todos ellos, a que la computadora mencionara mi nombre.
La sala de espera se estaba llenando poco a poco. Todos los que estaban sentados esperando su turno tenían cara de “apúrense por favor”, mientras los señores que atendían las ventanillas se tomaban su tiempo. Para ellos no había prisa. Los números bajaban a medida que iban pasando los que habían llegado antes que yo. Con cada llamada del sistema yo veía mi número aunque sabía que no era el mio. Pero así somos. Aunque no nos toque todavía tenemos la leve esperanza de que nosotros seremos los siguientes.
En un momento entre la espera y el llamado, me entró una llamada al celular. Era una llamada que no podía dejar de atender. Así que le dije al guardia de la puerta que iba a salir un momento a atender el teléfono queriendo ser muy educado. No sé si me tardé demasiado tiempo o que, pero cuando volví a entrar al banco mi número ya había sido llamado. Lógico, yo no estaba allí, así que pasó el siguiente. Cuando hice la observación, el guardia me dijo que debía tomar otro número y esperar pacientemente. No me quedó más remedio que volver a empezar a esperar que me llamaran. Mi tiempo se desmoronó. Mi prisa se esfumó, me tragué el enojo y me senté a seguir viendo caras, gestos y a ejercitar paciencia.
Eso le pasó a otro señor en la historia de Juan. Era un paralítico que tenía treintiocho años de esperar su turno. Su turno era más difícil que el mio porque el de él era de sanidad de una parálisis que lo tenía postrado en un rincón de un estanque llamado Betesda. Queda en Jerusalem. El hombre pasaba todo el tiempo viendo, no al cajero de un banco, sino la superficie del agua del estanque. Porque se creía que en algún momento de cualquier día y a cualquier hora, un ángel invisible se posaría sobre ella y al más leve movimiento del agua, el que primero se tiraba al estanque quedaba sano de su enfermedad. El asunto requería toda la atención posible y evitar cualquier distracción que hiciera perder el turno.
Lamentablemente, este hombre estaba en peores condiciones que todos. No se podía mover. No podía ni quería esforzarse. No podía. Por más que tratara arrastrarse hasta la orilla del estanque y estar listo para el próximo movimiento del agua, era imposible. Su dolencia era más fuerte que su deseo de ser sano. Turno tras turno se le iba la esperanza.
Así pasaba la vida. Poco a poco algunos de sus compañeros de espera se iban yendo felices a sus casas. Algunos sin la lepra que les estaba deshaciendo su piel. Otros quizá con un brazo arreglado. Otros con ojos nuevos. Pero no él. Él seguía esperando su turno. Un turno que no llegaba nunca. Día tras día. Mes tras mes. Año tras año. La vida no era buena con este hombre. Como Godot, siempre esperando la llegada de su turno. Un turno que cumplió treintiocho años de larga espera.
Este hombre no entendía como era posible que otros alcanzaran lo que él tanto deseaba. No podía entender por qué otros obtenían lo que él tanto quería mientras observaba y esperaba. Así nos pasa a muchos de nosotros. No podemos entender por qué alguien más siempre se nos adelanta en las bendiciones de una visa para turista en la Embajada. Por qué a él si y a nosotros no. Por qué el matrimonio del otro se ve tan completo y feliz mientras nosotros luchamos por mantenernos a flote con la esposa y los hijos. Estamos paralizados. Estamos atorados en el mismo lugar año tras año. Tantas cuentas por pagar con tan poco dinero. Tanto esfuerzo que realizar por tan poca ganancia. Cuando perdemos nuestro turno, se siente en especial doloroso porque nunca hemos dejado de guardar la fe. Seguimos orando. Seguimos esperando y creyendo. Sabemos que Dios es Bueno y soberano, pero entonces, ¿por qué no responde nuestras oraciones? ¿Por qué no nos saca a flote? ¿Por qué no nos hace el milagro que tanto esperamos? ¿Por qué no sana nuestro matrimonio o restaura nuestra relación? Y nos cansamos de esperar. Nuestra paciencia se agota. Nos quedamos atorados en esa tubería de dolor, soledad y autoconmiseración.
Pero, como dijo Pablo: ¡Gracias doy por Jesucristo!. Un día, sin previo aviso, sin darse cuenta siquiera, nuestro amigo decepcionado escuchó una Voz. Era una Voz que no era la de un ángel. No era un movimiento del agua. No era una visión ni un sueño. No era un delirio provocado por la fiebre. Era la Voz de Jesus. Era la Voz del cielo. La del Enviado a sanar a los quebrantados de corazón y dejar ir libres a los oprimidos por el diablo. Y le hizo solo una pregunta. No le preguntó si era su turno. No. Lo que le preguntó lo dejó helado:
¿Quieres ser sano?
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