BARTIMEO

 Marcos 10:50  “Y arrojando su manto, se levantó de un salto y fue a Jesús”


No sabía orar. No conocía la forma de dirigirse a un superior. Nadie le había preparado para lo que ese día iba a suceder en su vida. Era un mendigo, dependiente de todos los que pasaban a su lado. Su sustento salía de las pocas monedas que las almas bondadosas echaban en su vaso de aluminio ya todo abollado por el tiempo.


¿Su patrimonio? Un manto viejo, raído, con unos pocos hilos que sostenían la urdimbre que a pocas penas le cubría del frío. Un bastón también viejo, mugriento por el sudor de sus manos y el polvo acumulado. Su cuerpo quizá lleno de llagas por todos lados a causa de la poca higiene diaria a la que no tenía derecho. Su pelo enmarañado por la mugre acumulada por el tiempo. La piel de su rostro quemada por el sol diario le había provocado arrugas que deformaban su imagen original. Los dedos de sus manos quizá torcidos por la artritis que afectaba su organismo por la poca alimentación que ingería día a día.  Puedo ver que le faltaban algunos dientes por la falta de limpieza y de calcio en sus comidas. 


Pero tenía algo que muchos de nosotros no tenemos: Oído. Esa es la ventaja de muchos invidentes. Desarrollan el sentido del oído asombrosamente más que los que tenemos todos los órganos en orden. Bartimeo era ciego. Ciego pero no sordo. Y ese día iba a ser inolvidable para el ciego que nadie veía, que nadie tomaba en cuenta. No tenía ninguna importancia para los políticos de su tiempo ya que no podía ver y era un inútil para invitarlo a votar a las urnas. No valía nada para la sociedad de su tiempo. No tenía derechos civiles, ni siquiera el privilegio de entrar el Templo a buscar la Presencia del Dios de su pueblo. Era un olvidado de los sacerdotes. No era parte de la élite, por lo tanto que se mantuviera alejado de su entorno.


Y ya que ellos -los sacerdotes-, no le dejaban visitar a Dios en su Templo, Dios bajó del cielo para visitarlo a él. En los anales de la eternidad, el nombre de Bartimeo estaba escrito y había que buscarlo. Porque para eso vino el Hijo del Hombre, a buscar lo que estaba perdido. Perdido no solo en sus delitos y pecados, pero también perdido en su religión, en sus filosofías, en sus vicios ocultos y escondidos detrás de un traje y corbata. Bartimeo no usaba traje ni corbata pero estaba escondido a la orilla del camino pidiendo limosna. Marcos es muy gráfico cuando nos cuenta su historia. 


Mi historia se parece mucho a la de Bartimeo. Yo también estaba postrado a la orilla de un camino. De un camino de soledad, de dolor, de preguntas sin respuesta. A la orilla de una vida sin frutos, de una vida apagada por falta de la Luz que alumbrara mi interior. Al igual que Bartimeo, yo también pedía limosna. Pero no limosna de dinero sino de amor. De compañía. Limosna de abrazos sinceros. Limosna de sonrisas francas y honestas. 


Así que un día, nuestro amigo Bartimeo oyó que cerca de su acera pasaba Jesús. Y empezó a gritar a todo pulmón. Porque debe usted saber que Bartimeo era ciego pero no sordo ni mudo. Y sus gritos llegaron hasta el mismo corazón de Jesús. Quiero creer que Jesús conocía ya de antemano la voz de aquel ciego que gritaba su origen: “Hijo de David…” Los demás no le hacían caso. Es más, le prohibieron que mencionara aquel Nombre. Eso sigue hasta la fecha. Hoy, a quien esto escribe, se le ha prohibido hablar en algunas congregaciones porque no quieren que se haga algún milagro en la vida de los que ellos consideran de su propiedad. Es la herencia apostólica que nos ha llegado. A Bartimeo le regañaban para que no molestara al Maestro. Lo protegían tanto que habían decidido quien recibía milagros y quien no. Eran los guarda espaldas del Señor. Nadie los había contratado para eso pero ellos se habían autonombrado para ese oficio. Siempre hay gente así.


Y Jesús da la orden. Solo una palabra. Solo una instrucción: ¡Llamadle!

Y, como los cancerberos de aquel tiempo, ahora cambian su actitud: ¡Ánimo! Levántate, te llama. Lo hacen para parecer muy buenos y amables ante el Señor. De ellos hemos aprendido a ser buenos actores evangélicos. Y Bartimeo da tres pasos que van a cambiar su vida.  Arroja el manto, pues le estorba para encontrarse con Jesús  Luego, aunque todavía se mueve entre tinieblas, da un salto decidido.  De esta manera se acera a Jesús.  Es lo que necesitamos muchos de nosotros: Liberarnos de ataduras que agarrotan nuestra fe, tomar por fin una decisión sin dejarla para más tarde y ponemos ante Jesús con confianza sencilla y nueva.


Bartimeo nos invita a salir de nuestra orilla del camino. Casi siempre hay un momento en la vida en que se hace penoso seguir caminando.  Es más cómodo instalarnos en el conformismo.  Asentarnos en aquello que nos da seguridad y cerrar los ojos a todo otro ideal que nos exija sacrificio y generosidad.  Pero entonces algo muere en nosotros.  Ya no vivimos desde nuestro propio impulso creador.  Es la moda, la comodidad o el sistema el que vive en nosotros.  Hemos renunciado a crecer como personas. 


Bartimeo, el ciego, nos da una hermosa lección de lo que es la persistencia, el negarse a quedarse donde nos han puesto los otros y buscar la Verdad en el Unico que puede darnos la vista, la salud, los sueños, las metas y los cambios que los demás nos niegan. 


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