LO SENCILLO Y LO GRANDE

 

  • Marcos 4:26-27 “Decía también: El reino de Dios es como un hombre que echa
    semilla en la tierra, y se acuesta y se levanta, de noche y de día, y la semilla brota y
    crece; cómo, él no lo sabe”
    Esta pequeña parábola sobre el Reino de Dios enseñada por Jesús a sus alumnos es
    una bofetada a la sociedad actual en donde todos quieren saber cómo suceden las
    cosas. Hoy más que nunca hay tanta información sobre todos los tópicos que casi
    nada se escapa al escrutinio de los que buscan una explicación a todo lo que existe.
    Como los griegos de la antigüedad, andamos en busca de explicaciones sobre la
    creación. Ellos inventaron los conceptos de los cinco elementos cuando quisieron
    explicar el misterio de la creación. Allí está el cosmos, el sol, las flores, la vida
    misma… pero ¿quien y como fue creado todo eso? ¿Sería el fuego? ¿el agua? ¿el
    viento? ¿la tierra? ¿el éter? Pero nadie preguntó si de “casualidad” hubiera sido el
    Logos. Juan lo enseñó. No señores, no se quiebren la cabeza. Basta con creer que
    “en el principio era el Verbo, el Logos, y el Verbo era Dios”. Punto. Allí está lo que
    tanto buscan con su vana filosofía presocrática.
    Y, en medio de tanta búsqueda de la verdad, no nos damos cuenta que la Verdad
    está en medio de nosotros. La Verdad no es un concepto. Es una Persona. Se llama
    Jesucristo. Y sobre todo, es el Hijo de Dios. Cuando dejemos de analizar a la ameba
    y empecemos a creer por fe en el Hijo de Dios, empezaremos a agradecer a tantas
    personas que alegran nuestra vida, y no pasar de largo por tantos paisajes hechos
    solo para ser contemplados. Como mi esposa que ama cada madrugada tomar fotos
    de cada amanecer que nunca, nunca es el mismo. Porque saborea la vida como
    gracia el que se deja querer, el que se deja sorprender por lo bueno de cada día, el
    que se deja agraciar y bendecir por Dios.
    Por eso se nos hace tan extraña y embarazosa esa pequeña parábola, recogida por
    Marcos, en la que Jesús compara el Reino de Dios con una semilla que crece por sí
    sola, sin que el labrador le proporcione la fuerza para germinar y crecer. Sin duda
    es importante el trabajo de siempre que realiza el sembrador, pero en la semilla
    hay algo que no ha puesto él: una fuerza vital que no se debe a su esfuerzo. La
    semilla, en sí misma, tiene todo lo necesario para vivir.
    Experimentar la vida como regalo es probablemente una de las cosas que nos
    puede hacer vivir a los hombres y mujeres de hoy de manera nueva, más atentos
    no solo a lo que conseguimos con nuestro trabajo, sino también a lo que vamos
    recibiendo de manera gratuita.
    Aunque tal vez no lo percibimos así, nuestra mayor desgracia es vivir solo de
    nuestro esfuerzo, sin dejarnos agraciar y bendecir por Dios, y sin disfrutar de lo que
    se nos va regalando constantemente. Pasar por la vida sin dejarnos sorprender por
    la novedad de cada nuevo día.
    Es por eso que la tentación de inhibirnos es grande. ¿Qué puedo hacer yo para
    mejorar esta sociedad? ¿No son los dirigentes del Estado quienes han de promover
    los cambios que se necesitan para avanzar hacia una convivencia más digna, más
    humana y dichosa?
  • No es así. Hay en el Evangelio una llamada dirigida a todos, y que consiste en
    sembrar pequeñas semillas de una nueva humanidad. Jesús no habla de cosas
    grandes. El reino de Dios es algo muy humilde y modesto en sus orígenes. Lo que
    puede pasar tan inadvertido como la semilla más pequeña, es que está llamado a
    crecer y fructificar de manera insospechada.
    Quizá necesitamos aprender de nuevo a valorar las cosas pequeñas y los pequeños
    gestos. No nos sentimos llamados a ser héroes ni mártires cada día, pero a todos
    se nos invita a vivir poniendo un poco de dignidad en cada rincón de nuestro
    pequeño mundo. Un gesto amigable al que vive desconcertado, una sonrisa
    acogedora a quien está solo, una señal de cercanía a quien comienza a desesperar,
    un rayo de pequeña alegría en un corazón agobiado… no son cosas grandes. Son
    pequeñas semillas del reino de Dios que todos podemos sembrar en una sociedad
    complicada y triste que ha olvidado el encanto de la cosas sencillas y buenas.
    Al final no se nos va a juzgar por nuestras bellas teorías, sino por el amor concreto a
    los necesitados. Estas son las palabras de Jesús: Vengan, benditos de mi Padre…
    porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber. Ahí
    está la verdad última de nuestra vida. Sembrando humanidad estamos abriendo
    caminos al reino de Dios.

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