DESVISTIENDO A JESÚS

Mateo 27:28  “Y desnudándole, le pusieron encima un manto escarlata…”


El colmo de la maldad. De la ingratitud. El epítome del orgullo humano. La ignorancia crasa del hombre autosuficiente.  Dele autoridad a un ignorante y será señor incluso del que lo nombra.  Pablo lo advirtió: No pongan en eminencia a un neófito. 


Los soldados romanos que llevaron a Jesús al pretorio para que fuera latigado se ensañaron de tal manera que hicieron lo impensable: Lo escupieron en el rostro. ¿Era necesario tal bajeza?  Le pegaron en la cabeza con una caña. ¿Había que golpear a un hombre atado de manos, sin tener ningún atisbo de defenderse?  ¿Era necesaria tanta maldad, tanto encono, tanto desprecio por la vida de aquel Hombre?


Luego, lo más doloroso: Las palabras de desprecio y humillación. Esta caterva de servidores del infierno se ensañaron tanto con el Hijo de Dios que no les bastó los golpes físicos. Ahora había que golpear el alma. Verso 29: “¡Salve, Rey de los judíos!” Sabemos que los golpes van al cuerpo y éste está hecho para soportarlos, pero las palabras humillantes, burlonas y despreciativas calan más profundo y duelen más porque van directo al interior del ser humano.


Es como un edificio que va a ser demolido.  La dinamita no la ponen por fuera. La ponen por dentro para que haya una implosión y el edificio se derrumbe verticalmente. Eso hacen las palabras que salen de nuestra boca cuando insultamos a nuestros hijos, a nuestro cónyuge, cuando expresamos palabras de desprecio y sabemos que estamos haciendo más daño por dentro que por fuera.


¿Sabe usted que ese es el principio que usan los delincuentes para dejar paralizado a quien le van a robar? Lo primero es el insulto. El ultraje. La palabra que penetra dolorosamente en el interior de la víctima y ésta queda paralizada porque algo ha penetrado en su alma que la hace perder el instante mientras pelea con ese “algo” que se ha introducido en su interior.  Luego viene el golpe. El robo. La sangre. Pero antes de sangrar por fuera, esa persona ya sangró por dentro. 


Los soldados romanos hicieron con Jesús lo que muchos de nosotros hacemos a veces sin darnos cuenta o a veces premeditadamente.


Ellos tienen una excusa: Eran paganos cien por ciento. Su dios era el César. Para ellos, ese Hombre que están golpeando y humillando no es más que un delincuente a quien les han entregado para que lo escarnezcan. Que lo destruyan desde su más íntimo rincón del ser. Para ellos no era el Enviado del Padre para los judíos, era solamente un delincuente digno de ser despreciado.  Todo porque tuvo la osadía de hacer creer que era un Rey. 


Nosotros no somos romanos. No tenemos un rey llamado César, ni Herodes ni Tiberio. Somos apenas unos creyentes en Jesús a quien le hemos llamado nuestro Señor y Salvador. Pero también hacemos lo que hicieron aquellos ingratos: Desvestimos a Jesús. Lo desvestimos de sus vestiduras reales y lo convertimos en un simple sirviente a quien le pedimos lo que queremos, le damos órdenes para que nos cumpla nuestros deseos egoístas, usamos su Nombre para reclamar derechos que no tenemos.


No, no somos romanos al servicio de un César pero sí doblamos las rodillas ante éste cuando necesitamos que nos den pan. Es por eso que tenemos que tomar una decisión: Desvestir a César o a Jesús. Y lo hacemos con Jesús. Porque lo tenemos atado de manos. Le hemos escupido en el rostro y le acusamos que no nos escucha. Que por qué a nosotros nos llega el cáncer. Por qué no cumple sus promesas en nuestras vidas. Por qué la pobreza y la escasez se han estacionado en nuestras casas. Le escupimos en el Rostro cuando le reclamamos que por qué no nos alcanza el sueldo y tenemos que vivir de prestado. Le desvestimos de su realeza cuando le ordenamos que nos haga tal o cual cosa solo para darnos el gusto de tenerlas sin ningún propósito.


Le desvestimos de su Realeza cuando no le obedecemos porque no nos parecen sus mandamientos y, si mucho, escogemos cuál de todos vamos a cumplir.  Le desvestimos cuando no vamos a la Iglesia porque tenemos que llevar a la playa a quienes nos visitan del extranjero porque esperamos unas migajas de sus dólares que traen en sus bolsos. 


Es doloroso ver esta radiografía. No solo la soldadesca romana desvistieron a Jesús. Ellos no sabían lo que nosotros sí sabemos. Ese es el peor pecado. Porque nosotros sí sabemos quién es Él. Y la Escritura dice: El que sabe hacer lo bueno y no lo hace, le es pecado. Con razón, mis amigos, estamos como estamos. 

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