HERIDAS SECRETAS

 HERIDAS SECRETAS


Marcos 5:28  “…Porque decía: Si tan solo toco sus ropas, sanaré”


No conocemos su nombre.  Es una mujer insignificante, perdida en medio del gentío que sigue a Jesús.  No se atreve a hablar con él, como Jairo, el jefe de la sinagoga, que ha conseguido que Jesús se dirija hacia su casa.  Ella no podrá tener nunca esa suerte.


Nadie sabe que es una mujer marcada por una enfermedad secreta.  Los maestros de la ley le han enseñado a mirarse a sí misma como una mujer “impura” sucia y rechazable, mientras tenga pérdidas de sangre.  Se ha pasado muchos años buscando un sanador, pero nadie ha logrado sanarla.  ¿Dónde podrá encontrar la salud que necesita para vivir con dignidad?


La protagonista del relato de Marcos es una mujer enferma en las raíces mismas de su feminidad.  Aquellas pérdidas de sangre que tiene padeciendo desde hace doce años la excluyen de la intimidad y el amor conyugal. La espantosa soledad a la que ha sido relegada lacera no solo su corazón, su autoestima pero también lacera el Corazón de Dios. La ingratitud del hombre que la ha abandonado “solo por su enfermedad” no tiene parangón en la conducta masculina.  El hombre que debió protegerla y ayudarla a salir avante con su salud la ha dejado a merced de los perros y parias de la calle. 


Según las normas del Levítico, es impura ante sus propios ojos y ante los demás.  Una mujer frustrada que queda excluida de la convivencia normal con el varón.  Su ser más íntimo de mujer está herido.  Su sangre se derrama inútilmente.  Su vida se desgasta en la esterilidad. 


En su retrato evangélico vemos a una mujer desamparada, avergonzada de sí misma, perdida en el anonimato de la multitud.  La curación de esta mujer se produce cuando Jesus se deja tocar por ella y la mira con amor y ternura desconocidos: “Hija… vete en paz y con salud”


La psicoanalista Francoise Dolto, al comentar esta sanidad, señala que “una mujer solo se sabe y se siente femenina cuando un hombre cree en ella.  Es en los ojos de un hombre, en su actitud, en su respeto y en su ternura donde una mujer se sabe femenina”.  


Para aquella mujer enferma, ese hombre ha sido Jesus.


Es por eso que da tristeza, enojo e ira al saber que en la propia iglesia de Cristo haya hombres que desprecian a sus esposas. Que no las valoran al grado de llevarlas al altar para tomar un serio compromiso ante su congregación, ante ellas mismas y ante Dios.  Hombres que se dicen amadores de Dios pero que aborrecen a la mujer con quien han compartido su cama, sus deleites y su lujuria. Aborrecen a la misma mujer que les ha hecho hombres al darles un hijo que luego se convierte en su ídolo.  Hombres que son capaces de gastarse su dinero en banalidades y lujos callejeros pero incapaces de comprarles un ajuar para llevarlas ante el Señor que dicen adorar para dignificarlas y quitar ese estigma de convertirlas en amantes y concubinas en vez de hacerlas sus verdaderas y únicas esposas. 


De esos abundan en las sillas de las iglesias evangélicas. Predican, dirigen cultos, leen la Biblia y fingen una santidad farisaica porque al llegar a sus cuatro paredes brota de su interior la hipocresía más burda de la que puedan hacer gala. Y ella que se quede callada. Cuidado con expresar su opinión.  Son las mujeres perdidas en el anonimato de los hogares y las faenas caseras, cuya dedicación y entrega apenas valora nadie, incluyendo muchas veces sus propios hijos.


Mujeres inseguras de si mismas, atemorizadas por su propio esposo, que viven culpándose de sus desaciertos y depresiones, porque no encuentran el apoyo y la comprensión que necesitan.


Mujeres vencidas por la soledad, cansadas ya de luchar y sufrir en silencio, que no aman ni son amadas con la ternura que su ser de mujer está pidiendo a gritos. Mujeres desgastadas y afeadas por la dureza de la vida, que descuidan su cuerpo y su feminidad porque hace mucho tiempo que nadie las mira ni las besa con amor.


Eso fue lo que hizo Jesus cuando, a pesar que el “importante Jairo” estaba esperando, le dedicó el tiempo necesario a aquella hija de Abraham para hacerle sentir que a él sí le importan las mujeres que sufren en silencio y que están necesitadas de un gesto de amor y ternura. “Cuéntame, hija, qué te ha sucedido…a mi si me importa tu historia…”


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