DESPOJÁNDOSE



Génesis 12:1 “Y el SEÑOR dijo a Abram: Vete de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”


No, no es nada fácil despojarnos de nada. Somos seres hechos del polvo de la tierra, es por eso que dentro de nosotros hay un amor por las cosas de la tierra. ¿A quien no le gustaría tener una casa hermosa, un buen vehículo, buena familia y una buena cuenta bancaria para vivir holgadamente? Ayer se realizó en Estados Unidos el sorteo de una lotería en la que alguien ganó el premio mayor: ciento treintiocho millones de Dólares. ¿Sabe usted lo que es esa cantidad de dinero? Ya los periodistas están haciendo sus cábalas para imaginarse cómo los gastará, cuánto le durará y qué hará con ese caudal que ha llegado a las manos de ese ganador ¿o perdedor?


Según los estudios, esa clase de personas, al final, han quedado más pobres que antes de ganar la lotería. No supieron organizarse ni manejar tal cantidad de dinero. El corazón los traicionó y al final quedaron llorando y lamentándose sus errores. 


Dios sabe de lo que somos capaces. Él conoce nuestro interior y cuando ha tomado bajo su cargo y cuidado a alguien para engrandecerlo, enriquecerlo y hacerlo famoso, no lo envía a un seminario bíblico de fama mundial. No lo pone a estudiar teología a los pies de algún maestro famoso. Tampoco le da una tablet o computadora de alto estándar tecnológico. No. Lo que hace es quitarle cosas. Sacarlo de su zona de confort y empezar a enseñarle poco a poco a irse desprendiendo de lo que antes de conocerlo a él era el motivo de su bienestar y comodidad.


Abram es el típico ejemplo de esto. 


Primero le dice que salga de su tierra. Ur de los caldeos era su tierra. Allí aprendió sus primeros pasos. Allí aprendió a adorar dioses que eran falsos pero en su imaginación eran sus dioses lares, sus protectores familiares y quienes le proveían de todo lo que necesitaba.  Es más, según los historiadores, su padre, el señor Taré era fabricante de esas imágenes que luego adoraban.  


Después de haberle dicho que dejara su terruño, Dios le dice que deje a sus parientes. Se queda sin familiares. Tíos, sobrinos, hermanos y amigos del barrio pasan a segundo plano. Abram obedece y abandona su círculo de amistades.  Y en tercer lugar, le pide Dios que deje la casa de su padre Taré. Que deje sus costumbres. Su cultura y sus malos ejemplos. 


Abram empieza a caminar con Dios y en su corazón se van olvidando poco a poco todo aquello que antes eran su ancla. Solo le queda su esposa. Con tal de obedecer el llamado de Dios para su vida y alcanzar las promesas que le ha hecho, Abram no duda en irse despojando voluntariamente de lo que ese Dios que está conociendo le ha pedido vez tras vez.


Pareciera que todo termina cuando sale de todo ese embrollo del terruño y familia. Pero no. Todavía hay que quitarle ciertas cosas que se han anidado en su corazón y que Dios no quiere permitir que este anciano a quien ha decidido cambiar guarde en su interior.  Sarai -esposa de Abram-, no puede tener hijos. Y -qué coincidencia-, recibe como regalo de un gobernante una criada egipcia. Mujer hermosa. Culta y conocedora de su país Egipto. Era una princesa. Digno regalo para una mujer como Sarai. Luego de un periplo y varias conversaciones privadas del matrimonio, se llega a la conclusión que Abram la embarace para que ambos tengan un hijo que les llene su futuro. No quieren seguir sintiéndose solos. Abram no quiere terminar su tiempo en la tierra sin tener por lo menos un heredero que se haga cargo de la hacienda familiar.


El niño nace, se desarrolla y crece. El anciano ahora llamado Abraham, pasa sus mejores momentos cuidando y jugando con su hijo. Es la promesa hecha realidad. Su corazón deja de orar y hacer altares el tiempo que le dedica a su primogénito. Dios, una vez más, interviene y le pide que saque a ese hijo con su madre de su casa. No podemos imaginar el dolor, la frustración y la tristeza de este hombre que ha decidido amar y obedecer al Dios que lo ha llamado. Obedece. Saca al hijo y a su madre y los deja en el desierto. 


Nace Isaac. Ahora sí. Es hijo de Sara y él. Por lo tanto, es imposible que Dios no quiera que lo ame. Que invierta tiempo en él. Que lo eduque y lo enseñe. Indudablemente ahora sí se acabaron las pruebas. Ya no hay de que preocuparse porque ahora se trata de su verdadero hijo dentro del matrimonio.


Pero no. También eso le pide Dios: Génesis 22:2 “Y Dios dijo: Toma ahora a tu hijo, tu único, a quien amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” Otra prueba. Otro dolor. Otro despojo. ¿Hasta cuando, Señor?


Bueno, a todo esto: ¿Qué de nosotros? ¿Qué nos ha pedido Dios que nos despojemos para pertenecerle solo a Él? Es asunto de toda una vida. No es asunto de la noche a la mañana mis queridos. Es cosa de ir dejando poco a poco hasta que nos despojemos de todo peso hasta que lleguemos a ser lo que Dios ha diseñado para nosotros.

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