LLORAR... ¿ES BUENO?

Juan 11:31 “Entonces los judíos que estaban con ella en la casa consolándola, cuando vieron que María se levantó de prisa y salió, la siguieron, suponiendo que iba al sepulcro a llorar allí”


En mis días de recluta en el Ejército de Guatemala cuando hacíamos ejercicios de prueba y resistencia, nuestro oficial gritaba algo que penetró muy profundamente mi ser: “Los hombres no lloran ni con las tripas de fuera”.  Era el mantra de nuestro instructor para hacernos saber que los hombre tenemos prohibido derramar lágrimas de dolor, impotencia o tristeza. No tenemos el derecho de mostrarnos débiles.


Años después, cuando me encontré con Jesus y me hice su esclavo, lo primero que el Espíritu Santo hizo fue quebrar mi odre viejo y hacerlo de nuevo.  ¿Como lo quebró?  Me hizo llorar. Recuerdo perfectamente cuando en un camino rural su Presencia cayó sobre mi en medio de un bosque de pinos altos y majestuosos. Me sentí derribado, como una parodia de Pablo, al suelo, y allí, en la soledad del momento, bajo una brisa deliciosa y refrescante, en donde solo se escuchaba el trinar de los pájaros, mi corazón se contrajo con un dolor que no se explicar y de mis ojos empezaron a brotar ríos de lágrimas que por tantos años habían sido reprimidas. 


Allí, en ese bosque, aprendí a llorar.  Desde entonces no he dejado de hacerlo. Hay mensajes que predico y que obligadamente tengo que llorar porque quebranta mi interior el Poder de la Palabra y la Misericordia que Dios ha tenido conmigo. Me hizo hombre. Me hizo sensible.  Me sanó. Allí aprendi de una sola vez que las lágrimas sanan. Son el bálsamo que Dios utiliza para sanar a aquellos que como yo, nos obligaron a cerrar el dique de nuestro corazón. 


Aquella frase que la Magdalena expresó al que creía ser el hortelano cuando le pregunta “Señor, si tú le has llevado, dime dónde le has puesto, y yo me lo llevaré” expresa una tristeza tan profunda al no encontrar el Cuerpo de su Señor. Creo ver en sus ojos un mar de llanto por la angustia de no poder volver a ver  al amor que la había liberado y amado.


El escritor Juan describe el llanto de esta preciosa mujer y lo repite dos veces para subrayar así su desconsuelo.  Es el mismo llanto usado para describir el dolor de las hermanas de Lázaro cuando este murió.  Ya en aquel pasaje Juan nos indicó hasta qué punto esas lágrimas de las dos hermanas conmovieron a Jesus.  Podemos imaginar la emoción de Jesús en esta escena, cuando las lágrimas que derrama la Magdalena son por él mismo. 


Sus lágrimas reflejan lo ya anunciado por Jesús.  Su ausencia es el único motivo por el que se le permite hacer duelo al cristiano. ¿Pueden los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio, entonces ayunarán.  Lloraréis y os lamentaréis. 


Las lágrimas son una de las experiencias más universales del ser humano.  Expresan la tristeza ante un bien perdido, sin el cual no sabemos seguir viviendo, sin el cual la vida carece ya de sentido.  El paradigma de todas las lágrimas es el duelo por la muerte de un ser querido.  Aunque también los seres queridos se nos pueden perder de muchas otras maneras.  Nos abandonan o dejan de querernos o cambian de modo de ser hasta transformarse en monstruos irreconocibles.  En menor escala también nos entristece la pérdida de la paz interior, o del trabajo, la pérdida de nuestra casa expropiada por el banco, o la pérdida de nuestro dinero en un golpe de mala suerte o en un mal negocio.  De un modo más genérico, la causa más profunda de tristeza es la pérdida del sentido de la vida, o la pérdida de nuestra vocación en momentos de crisis cuando se oculta la luz que había guiado nuestros pasos hasta ese momento.  Como pastor, nos entristece cuando la gente nos abandona dejando más preguntas sin respuestas.


Jesús era para María todo su sentido, su Maestro, su Salvador, su Señor, su Amigo.  Estaba tan necesitada de su Presencia física como el niño al pecho de su madre.  ¿Cómo pensar en organizar de nuevo su vida sin él?  Se sentiría identificada con la expresión de Pedro: “¿A quien iremos? Solo tú tienes palabras de vida eterna”


Los salmos saben convertir las lágrimas en oración.  Ponen palabras a los sentimientos de Magdalena y de todo cristiano que se encuentre en la aflicción.  Las lágrimas son mi pan día y noche. Me parezco al búho del yermo, igual que la lechuza en las ruinas.  Insomne estoy y gimo como el pájaro solitario en el tejado.  Pero hay una esperanza para aquellos que hemos aprendido a llorar: Salmo 56:8  “Tú has tomado en cuenta mi vida errante; pon mis lágrimas en tu redoma; ¿acaso no están en tu libro?


Llorar es bueno. Es darle al Señor la oportunidad de consolarnos, de preguntarnos como le preguntó a la Magdalena: Juan 20:15 Jesús le dijo*: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? El sufrimiento de María por la muerte de Jesús se ve llevado hasta el paroxismo al responder: “Se lo han llevado, y no sé donde lo han puesto”.

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