¿Y...LLORAN LOS REYES, PUES?

2 Samuel 19:1  “He aquí, el rey llora…”


Si algo enferma el cuerpo es retener el dolor interno.  No son las heridas físicas como por ejemplo un accidente, una rotura de hueso o un golpe en algún deporte.  Esas heridas se sanan con un poco de reposo y que el cuerpo reponga lo que se ha roto internamente.


Pero hay un dolor más profundo dentro del hombre, es el dolor del alma. Ese dolor que no sana con calcio ni con medicamentos. Ese dolor, cuando se reprime causa problemas internos al corazón, las arterias se llenan de colesterol que poco a poco van minando la función de las mismas hasta que llega el colapso. Enferman el hígado que acumula la bilis retenida por tantos años de estar allí, hasta que empiezan a aflorar emociones de rabia, enojo y depresión porque nunca hubo un momento de desahogo interno.


No se necesita ser médico para conocer los resultados físicos del cuerpo humano cuando éste es sometido a presiones a las que nuestro Dios no lo ha creado.  El hombre, especialmente, es la víctima de estas presiones. Desde pequeño se le ha ordenado que no debe llorar, que no debe ser débil ni mostrarse necesitado de derramar un par de lágrimas delante de nadie, y ese nadie incluye al mismo Dios, como si él no conociera lo que sucede en el corazón del hombre.


Tratamos de engañarlo mostrándonos impertérritos ante su Presencia y ante los demás para que vean que somos hombres muy hombres, sin darnos cuenta que lo que somos cuando nos portamos así es que somos los más ignorantes del mundo. O, como diría Pablo, los más necesitados de Misericordia.


En mis años de visitar algunas iglesias de este hermoso país, he visto un gran problema.  La mayoría de iglesias no ministran a los hombres.  Son las mujeres las que pasan al frente a derramar su corazón, sus lágrimas y su dolor cuando se les invita a pasar al frente a postrarse ante la Presencia Sanadora del Señor.  Son ellas las que fácilmente confiesan en silencio sus cuitas, sus dolores, frustraciones y necesidad de consuelo. Quizá es por eso que según las estadísticas, las mujeres viven más que los hombres. Ellas lloran. Derraman su corazón y sus lágrimas y buscan el consuelo que nadie más que el Espíritu Santo les ofrece.  Y ellas lo reciben sin ambages, sin sentir la vergüenza de que las vean débiles. ¿Acaso Jesus no nos dio el ejemplo cuando él también lloró ante la tumba de Lázaro?


Sin embargo, platicando con un amigo sobre este tema, comentamos que la religión ha hecho mucho daño al corazón del hombre.  No solo la cultura lo ha endurecido, también la religión organizada. La iglesia le ha cerrado a los hombres el privilegio de sentirse amados, de sentirse comprendidos y consolados por el mismo Consolador que nos fue enviado por el Señor Jesus al llegar al Cielo después de su suplicio a favor de nosotros.  Los mismos pastores se han endurecido tanto que ya no saben ser tiernos con sus esposas, con sus hijos y con su congregación.  La dureza es tanta que pecan y no se arrepienten.  No son capaces de confesar sus pecados, sus estadios de violencia matrimonial, sus lenguajes callejeros con que tratan a su familia porque se han endurecido tanto por falta de “pasar” al frente y reconocer que también necesitan un poco de consuelo y sentirse libres al derramar su corazón delante del Señor.  Tristemente sus mentores les mal enseñaron a guardar sus emociones propias de cualquier hombre y eso ha provocado que haya tanta ingratitud en los hogares pastorales. 


Es por eso que esta mañana, en mi lectura diaria de la Palabra encontré este segmento del verso que me sirve de introducción al tema que estoy escribiendo: “Ha aquí el rey llora”. David no tiene ni vergüenza ni pena ni orgullo real al derramar su corazón adolorido ante su gente. Estaba frente a soldados duros, soldados a quienes no les temblaba la mano a la hora de matar a alguien, sin embargo al enterarse de la muerte de su hijo Absalón no duda en derramar su dolor.  No se ocultó hipócritamente. No se disfrazó como muchos hombres de estoicos y sin ninguna emoción. No cuidó mucho de no despeinarse  ante los demás. No cuidó su maquillaje real y no se puso una máscara para disfrazar sus emociones. No, amigos míos. David, el matagigantes también era un hombre con emociones fuertes. Así como era de aguerrido para la guerra, así como era de apasionado para amar, también era débil en el momento propicio.  El amor por su hijo a quien ha perdido en la batalla lo desarma.  Y ese sentido de fracaso lo hace llorar. No duda en mostrar su dolor aunque a su general le haya molestado. David es nuestro mejor ejemplo que los reyes también lloran. Por algo este hombre tan multifacético vivió tantos años al frente de su reinado. No permitió que la sociedad o la religión o la disciplina militar le privaran de su privilegio de mostrar sus emociones. 


Amigos míos: Me duele tremendamente cuando termino de dar un mensaje e invito a los oyentes a pasar el frente a llorar, a derramar sus lágrimas y hablarle a Dios de sus necesidades, de sus fracasos, de sus frustraciones y veo que los hombres “muy dignos” se quedan en sus asientos mientras son sus esposas las que no dudan en limpiar sus corazones y presentar sus quejas ante el Trono de Gracia.  Me duele ver a tantos hombres necesitados de un poco de bálsamo pero que la cultura, la religión y la misma iglesia les ha prohibido ser lo que deben ser.  Eso está matando a los hombres. Les mata la fe, les mata la hombría, les mata la vida.  Los reyes también lloran mis queridos lectores.


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