TRISTEZA MINISTERIAL

 Jueces 7:3  “Ahora pues, proclama a oídos del pueblo, diciendo: «Cualquiera que tenga miedo y tiemble, que regrese y parta del monte Galaad». Y veintidós mil personas regresaron, pero quedaron diez mil”


Las voces que más escucha un pastor de su congregación es “cuente conmigo pastor”. “Ya sabe que estoy aquí para lo que pueda servirle”.  “Usted solo me llama y yo estoy listo para echarle una mano”. O, los más burlones o listos: “Usted dice rana y yo brinco”.


Son expresiones tan falsas como un billete de dólar con más faltas de ortografía que un cartel del mercado de algún país. 


Pero esas son las voces que más abundan en la Iglesia de hoy. Y es que los valores se han perdido. Ya no hay principios que cuidar. Las bases morales se han derribado tanto por falta de ética en una clase social, y por falta de honestidad en los hogares. 


Porque, díganme, lectores: ¿Quien va a creer en la palabra de un hombre o de una mujer cuando en su casa lo engañaron vilmente? Su padre le había ofrecido a la mamá de cualquiera que iba a vivir con ella hasta que la muerte los separara y sucedió que la primera mujer que se cruzó en el camino del hombre se lo llevó como buey al matadero y abandonó a su esposa y sus hijos. Ese niño ya quedó estigmatizado para no volver a creer en promesas de hombre.


O que decir del niño que de pronto, cuando amanece cualquier día, se encuentra que su madre lo abandonó porque se fue a otro país y nunca más la volvió a ver o se fue a los brazos de otro hombre sin importarle su pequeño que ahora es un adulto falto de confianza en lo que otros puedan decirle.


Eso es lo que veo en la historia de Gedeón al momento de juntar a todas sus tropas y prepararse para la batalla contra Madian.  Me lo imagino enviando un pregón a todos los varones de su pueblo ordenando que debían alistarse en las filas militares para formar parte del ejército que irá a pelear por el bien del país.


Todos dijeron “¡Presente!” Eran un promedio de treinta y dos mil soldados en total. Todos iremos al lado de nuestro líder y tomaremos las armas porque hemos ofrecido nuestro apoyo y nuestra ayuda para cualquier caso de necesidad.  Gedeón debió haber estado optimista por la inmediata respuesta de todos los hombres de guerra que habían acudido al llamado. Como cualquier líder o pastor, se debió haber sentido apoyado por su gente. Pastores como Gedeón abundamos en las iglesias de hoy. Cuando preguntamos quienes nos apoyarán en tal o cual proyecto todos levantan la mano. Todos nos dicen “aquí estamos pastor, usted solo díganos que debemos hacer y estamos listos. 


Y empezamos a orar. Empezamos a declarar por fe que todo saldrá bien. Que la congregación ganará las batallas que vendrán más adelante. Nos sentimos felices y optimistas porque contamos con la ayuda que todos nos ofrecen. Entramos en arreglos financieros. Pedimos cotizaciones para un nuevo equipo de sonido para actualizar el que está obsoleto. Nos comprometemos con adquirir nuevas cámaras para los programa que se transmiten en el canal de la Iglesia. Abrimos el comedor para niños huérfanos que tanto necesitan de alimentos y la Iglesia se ha comprometido con darles el pan de cada día. 


Todo porque todos levantaron la mano el día de la convocatoria y dijeron al unísono: “aquí estamos. Cuente con nosotros…”


Y, sí, es cierto. El Señor los contó a todos. Y vio sus corazones y sus intenciones. Y vio algo más: vio que la mayoría, eran un montón de mentirosos, cobardes y fanfarrones. Que, como dice un dicho: tenían más grande la boca que la bolsa. Eso fue lo que vio el Señor aquella ocasión en la que Gedeón, como buen pastor, creyó en las promesas y ofrecimientos de su pueblo. Para Gedeón debió haber sido una experiencia aterradora. Él contaba con la ayuda y el apoyo de su congregación, con que cada brazo, cada persona era un guerrero valiente y esforzado como le había llamado el ángel unos días antes.


Pero ¡Oh sorpresa! el Señor le indicó que dijera unas pocas palabras. Solo unas pocas. No leyó un guión preparado de antemano. No anunció una cuarentena militar. No dijo nada amenazante de lo que podría suceder en la batalla. No. Solo fueron unas palabras que en el fondo del corazón todos estaban esperando escuchar…


 «Cualquiera que tenga miedo y tiemble, que regrese y parta del monte Galaad». Es decir, cualquier mentiroso, cualquier miedoso, todo aquel cobarde que no pueda cumplir su promesa de ayuda, que en este momento tome sus bártulos y se vaya a su casa. Que se retire inmediatamente antes que pueda contaminar con sus miedos al resto de soldados. 


Eso es lo que nos sucede hoy en día a nosotros los que esperamos el apoyo de nuestra congregación a la hora de cancelar la renta del local. A la hora de una necesidad. En el momento álgido en que nos sentimos solos y necesitados de una mano amiga, de un compañero que ore por nosotros, de alguien que nos levante el ánimo, de alguien que nos dé una palmada en la espalda y comparta a nuestro lado ese momento de duda y tormento…


Solo Dios conoce lo que realmente hay dentro de nuestros corazones. Solo Él. Y, como decían nuestras abuelas… “Que el Señor nos encuentre confesados…”


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