¡QUÉ CANALLADA...!
Lucas 15:11-12 “Y Jesús dijo: Cierto hombre tenía dos hijos; 12 y el menor de ellos le dijo al padre: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde»”
Bueno, vamos a ver con lupa y con ojos nuevos esta historia que nos parece la más ingrata de cuantas nos contó Jesus. Ah, y además, no creemos que nosotros seremos o seríamos capaces de hacer algo así. Preferimos vernos en el espejo del hermano mayor que se quedó en casa aunque también tiene la cola machucada como decimos en Guatemala.
Son tres parábolas las que Lucas nos cuenta. Como buen médico, Lucas va al grano. No se anda por las ramas en materia de explicarnos las conductas humanas o figuras que usa para enseñarnos de que clase de pasta estamos hechos. Es decir, al cáncer le llama cáncer y a la metástasis le llama por su nombre.
La oveja perdida tiene su justificación: Como las ovejas son miopes, en cualquier momento se pueden perder. Y si a nosotros se nos compara con ovejas es porque tenemos ese defecto visual. Somos cortos de vista. Y eso provoca que fácilmente perdamos el rumbo. Nos desviamos con facilidad y nos vamos alejando del redil y sobre todo, del cuidado del Pastor porque creemos que buscando mejores y más tiernos pastos no nos pasará nada. Hasta que nos damos cuenta que hemos perdido la ruta correcta y empezamos a gemir, a gritar y a pedir ayuda para que seamos encontrados. Y, claro, nuestro Buen Pastor no nos dejará a la deriva. Todo fue por un pequeño descuido. No hay problema, volvamos al Camino y ya.
La moneda tiene también su parte de justificación. Primero porque no tiene voluntad propia. Fue la mujer quien se descuidó en guardarla en un lugar seguro y mantenerla a salvo de cualquier descuido involuntario como para haberla perdido. La moneda no hizo nada por perderse, fueron las circunstancias, esas cosas de la vida que la llevaron por otros senderos y cuando la dueña se vino a dar cuenta, le faltaba en su monedero. Y ya sabemos lo que sucede instantáneamente. Deja todo por un lado y se dedica con ahínco a buscarla. La moneda no grita, no gime ni está asustada. Para ella, las cosas suceden porque si, sin mayor explicación. Sucedió y ya. Fue la señora quien removió los muebles, las sillas y buscó bajo la cama hasta encontrarla. Y cuando la encuentra, su gozo está cumplido. Ya tiene todas sus monedas nuevamente a buen recaudo.
Pero no el hijo pródigo. Este muchacho no tiene justificación alguna. Y si hay un calificativo para este nuestro hermanito, es que es un canalla de primera mano.
¿Que le faltaba en su casa? Nada. Tenia el amor del Padre. Tenía suficientes comodidades. Comida en abundancia y caprichos cumplidos. Buena ropa, buena educación y era el heredero del padre cuando este partiera a la eternidad.
Pero no se aguantó hasta que su padre falleciera para recibir su parte de la herencia que le correspondía. No. Arrogantemente llega a su padre y le dice en otras palabras: “Sé que aún no estás muerto pero yo no quiero esperar hasta que partas al Paraíso, por eso quiero que me des la parte de mi herencia que me toca”. Y todos sabemos la respuesta amable, tierna y amorosa del padre. Le entrega su dinero. Un dinero ganado a pulso. Un dinero que lleva en sus marcas el sudor, las lágrimas y el esfuerzo de aquel hombre que lo ganó para que a sus hijos no les faltara nada. Le entregó su herencia que no merecía pero que el amor infinito del padre hizo que pasara por alto sus palabras ofensivas y le dejara ir a disfrutar su vida loca.
¿Que justificación podemos darle a la conducta ingrata de este muchacho hacia su progenitor que con tanto esfuerzo había ganado su fortuna y ahora le exige que se la entregue como su fuera obligación o un deber hacerlo? Pero también pensemos por un momento en la exigencia del hijo que descaradamente va a su padre y le exige algo que no ha sudado, le pide que le entregue algo que no se ha ganado, que no ha trabajado para que sea de su posesión.
Así tenemos personas en las iglesias. Hay unas que son como las ovejas, miopes, ignorantes y descuidadas y que sin darse cuenta se van al mundo sin darse cuenta como Lot, que le cultura, las costumbres y el peligro de los vicios los empiezan a rodear, pero tienen una ventaja: Claman, piden ayuda, se arrepienten de haberse aventurado por caminos peligrosos y el Buen Pastor las escucha y las trae de regreso a la Casa.
Otros son como la moneda: Las circunstancias de la vida las aleja de la Casa. Un matrimonio fallido. Un hijo rebelde. Una enfermedad repentina. Un desempleo que les baja la moral y les hace perder la fe. Pero están allí, quizá con sus pensamientos perdidos, ocultos por la oscuridad del momento, esperando que la Mano del Dueño de sus vidas las encuentre y les reúna nuevamente en su Casa.
Pero el hijo pródigo es diferente. En su caso no fueron las circunstancias, no fue un accidente como con la moneda, fue su propio deseo de conocer el mundo y sus deleites. Fue su deseo egoísta de irse al mundo y gastarse algo que no era de su propiedad, todo era del Padre. Este muchacho se sintió poderoso e independiente del Padre desde el momento en que en su corazón se incubó el deseo de irse de la Casa y buscar sus deleites que a la postre lo humillaron y le destrozaron su identidad.
Pero algo tiene a su favor: Al final reconoció que en la Casa del Padre hasta el sirviente más humilde vivía mejor que él. Reconoció que solo en la Casa Paterna había seguridad, provisión y sobre todo paz. Una paz que los placeres nunca le pudieron brindar.
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