MI AMIGO JUAN


Lucas 1:15  “Porque él será grande delante del Señor…”


Para mucha gente la grandeza es tener una casa grande, un carro grande, una cuenta bancaria grande y un reloj grande.


Para muchos evangélicos, la grandeza tiene otro significado.  Asistir a una iglesia grande, tener un pastor grande, que haya un parqueo grande y una sala cuna grande, para que todos se sientan grandes.


Hace ya casi cuarenticinco años yo me convertí en una iglesia grande allá en Guatemala. El pastor era grande y, recién nacido en Cristo, a todos los veía grandes. Soñaba algún día ser tan grande como ellos. Había que usar los codos para abrirse paso y estar cerca de uno de ellos. Con el tiempo me decepcioné porque en realidad lo que yo creía grandeza en ellos me di cuenta que era puro teatro.


Como fichas de dominó, uno por uno fueron cayendo del pedestal en donde se habían subido y como la estatua de Saddam Hussein hoy han desaparecido con muy pocas y contadas excepciones.


Tengo un amigo que fue verdaderamente grande.  Me recuerda a un profeta del Antiguo Testamento.  Se llama Ezequiel, así, sin otro apellido.  Dios envía a Ezequiel a darle una palabra a Israel.  Y le dice repetidamente que lo manda a hablarle a personas que parecen no haber entendido porque su corazón es empedernido.  Y Dios, con esa forma tan peculiar que tiene de fluir a través de ese profeta original y colorido, le comunica a Ezequiel que no se preocupe, que él sabe que la casa de Israel no lo va a escuchar, pero que lo manda para que sepan que hubo profeta entre ellos.


Así era mi amigo.  La gente lo escuchaba, pero tenía que ignorarlo.  De todos modos no importaba, todos sabían que había un profeta entre ellos. Era tan especial este mi amigo que hasta su ropa y su comida eran diferentes. Y eso enojó a los que se creían grandes. Lo mataron. No aguantaron sus palabras ni su carácter. Es el destino de los verdaderamente grandes.  Lo mataron porque sabían que por allí andaba uno que era diferente. Que su filosa lengua les descubría sus pensamientos religiosos y carnales. 


Ojalá que en su iglesia sepan que está usted.  Ojalá que sus amigos cristianos sepan que usted está.  Tal vez hagan como que no le escuchan, pero sabrán que estuvo ahí.


Mi amigo se llama Juan. Sí, Juan el bautista. 


Juan no era próspero, según se define hoy la prosperidad.  Juan no tenía una casa.  No tenía los camellos que la gente rica tenía.  Juan no contaba con abundancia de cosas materiales.  No era afluente.  Aún así, Jesus dijo que no habría nadie más grande que él, y lo dijo después que hubo muerto decapitado como un vil delincuente común.


No necesitaba nada, por eso era genuinamente próspero.  Juan no pretendía subir ninguna escalera de prominencia.  Su meta no era ganar terreno en concursos de imagen y popularidad de los círculos sociales y eclesiásticos.  


Al contrario, su meta era descender.  Ser el más pequeño en el Reino de Dios.  Él no quería ser rey ni sacerdote, aunque tenía todo para lograrlo.  Él solo deseaba ser una voz, una voz que clamaba en el desierto.  Solo una voz. 


Hoy, el mundo necesita oír una voz.


¡Si tan solo tuviéramos unos cuantos así hoy!.  Cristianos que no buscaran la popularidad, ni fueran tras la imagen ni la grandeza sino que procuraran el camino descendente.  Que no busquen el éxito que el mundo ofrece sino el Trono que ofrece Dios. Que anhelaran ser los invisibles, los que se hacen a un lado para que alguien más grande que ellos pase al frente, cristianos que se hicieran escuchar.  Que le señalaran a la multitud de la iglesia y a la multitud que está fuera de ella que hoy necesitamos arrepentimiento.  Urge que salgamos de nuestra cueva como decidió mi amigo Juan hacerlo e irse al desierto a anunciar a su primo que pronto aparecería con un mensaje de salvación.


Algunos me preguntan por qué escribo lo que escribo.  Otros me han dicho que soy profeta. Pero, como dijo Junior Zapata, la verdad es que no llego a tal honor, me acerco más a la burrita de Balaam que ha tenido que hablar porque los que deberían haber hablado no lo han hecho.  


Como mi amigo Juan, me gusta ser frontal aunque me expongo a que me corten la cabeza. Es más, para algunos que me quieren tener entre ellos se lo han prohibido sus autoridades, dicen que estoy “vedado” y es que de mi amigo Juan he aprendido a ser frontal. Digo desde el principio lo que creo que hay que decir. 


A eso he sido llamado y, como expresaron bien aquellos muchachos ante el temido Sanedrín: No podemos obedecer a los hombres antes que a Dios. 


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