EL VENCEDOR

 


Apocalipsis 2:7 “Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios”



Cuenta la historia que hubo un deportista que perdió el primer lugar al que estaba acostumbrado.  Al vencedor le levantaron una estatua en su honor, pero el que quedó en segundo lugar, amargado por su derrota, todas las noches salía de su casa e iba al parque del pueblo donde estaba la estatua de su adversario que le había arrebatado su prestigio y con un cincel y un martillo, empezó a golpear la base del monumento.


Un tiempo después de haber trabajado por varias noches, dio el último golpe a la estatua y ésta cayó al suelo, aplastando al muchacho que no supo reconocer su derrota.


El objeto de su amargura terminó matándolo aplastado bajo su peso


La amargura nos causa graves problemas de conducta. La amargura es el resultado del resentimiento. Y éste es letal. Nos consume por dentro diariamente hasta que termina con nuestra salud, nuestros huesos se envejecen, el gozo se pierde y la comunión con Dios se puede llegar a terminar.


Pero depende de nosotros mismos que la amargura y el resentimiento no nos ganen la batalla. Todos, absolutamente todos hemos tenido a más de algún resentido cerca de nosotros. Podemos ser nosotros mismos los amargados que estamos cerca de usted o viceversa.  Pero es algo que debemos saber reconocer.


Porque los amargados y resentidos son importantes en el Cuerpo de Cristo. Nos sirven para forjar carácter, bondad y misericordia. Ellos nos enseñan a ser pacientes, a amarlos como son y permitir que sus acciones amargadas y resentidas nos ayuden a cambiar algunos paradigmas que traemos desde nuestra niñez.  Nos sirven para darnos cuenta que no lo merecemos todo, que no somos el centro del Universo y que no somos tampoco monedas de oro como nos hemos hecho creer a nosotros mismos. 


Todos en algún momento nos encontraremos con algún amargado. Moisés tuvo un faraón amargado con el pueblo de Israel.  Elías tuvo un rey Acab y una Jezabel que le amargaron la vida hasta que Dios le enseñó a ser tolerante. Pablo tuvo una pléyade de amargados fariseos que le sirvieron para levantarse aún más alto en su ministerio. Jesus tuvo un Judas que lo traicionó al final de su camino. 


El problema no es que haya amargados y resentidos en medio nuestro.  El problema es que seamos nosotros los que le amarguemos la vida a los demás. Gracias a los amargados y resentidos que he llegado a conocer porque ellos me han acercado más a Dios, me han impulsado a buscar más las Escrituras y esconderme bajo la Alas del Altísimo. 


El secreto para salirle adelante esta a esta clase de personas es saber para qué fueron puestos en mi camino. Conocer el propósito de Dios para que haya permitido y permita aún todavía que ellos giren a mi alrededor: me sirven para creer más en la Misericordia del Señor hacia mi vida y aprender el dolor que provocan esas actitudes y evitar en lo posible caer yo en esas condiciones.


Esa es la razón para que esta clase de personas estén en medio nuestro. Son los enviados por Dios para mostrar a los verdaderos vencedores, los que disfrutarán del Arbol de la Vida que el Señor promete.

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