CUARENTICINCO CENTÍMETROS

 Mateo 6:21 “…porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón”



Hay sucesos en la vida que nos producen cierto grado de negatividad. O sea que aunque estemos viviendo una realidad que no nos agrada o que no esperábamos, hay un espacio en nuestro interior que se llama “estado de negatividad”. 


Por ejemplo, es el primer paso cuando se muere un  ser querido. Un padre, una madre o un hijo. Hay algo en nuestro interior que se niega a aceptarlo. Es por eso que muchos no lloran. No lloran no porque no hayan amado a su difunto sino porque se niegan a creer que está muerto.  Mientras vean el cuerpo en el ataúd esperan que suceda un milagro para que despierte, porque para su mente y sus emociones, seguramente solo está dormido.


Sin embargo, cuando llegan al cementerio y empiezan a echar tierra sobre el ataúd, allí se desarman porque entienden que ya no hay vuelta a atrás.  Que con esa tierra se están enterrando también sus esperanzas de que pueda vivir y regresar a casa. 


¿Que es lo que sucede realmente?


Los expertos nos han enseñado que del cerebro al corazón hay cuarenticinco centímetros de distancia. Eso explica por qué muchos episodios que nos suceden, que nos duelen profundamente y nos producen estadios de soledad, incredulidad, agonía y ansiedad, mientras la mente los procesa, el corazón se niega a aceptar la realidad. 


La muerte, especialmente, es un episodio tan traumático para nuestro corazón que aunque nuestra mente nos diga que ya no existe la persona, que ya no volverá a casa, que no volveremos a tenerlo cerca, nuestro corazón nos engaña porque se niega a creer lo que la mente dice. 


Esto aplica para la fe. Por eso dice Pablo: Con la boca (mente) se confiesa pero con el corazón se cree. Hay un canto que dice: “mi mente dice no, no es posible, pero mi corazón dice sí, si es posible”.


Y es que hay una lucha entre lo que dice la mente y lo que cree el corazón. 


Cuando alguien ha pasado por el episodio de perder un trabajo, al día siguiente que amanece, lo hace pensando que su trabajo sigue allí, que lo están esperando y que tiene que salir pronto para no llegar tarde, hasta que dolorosamente se da cuenta que no es cierto, ya no tiene empleo y es cuando cae seguramente en ansiedad y estrés.  Es lo que han descubierto los estudiosos con respecto a las enfermedades provocadas por una acción traumatizante. Le llaman “estrés postraumático”. 


Esto es así porque la distancia, repito, entre lo que dice la mente y lo que cree el corazón es de esa distancia para poder asimilar el trauma.


Ahora bien, ¿por qué Dios nos hizo de esta manera? Porque es necesario que vayamos asimilando poco a poco aquellas cosas que nos duelen. Si nuestro corazón creyera o aceptara inmediatamente los sucesos dolorosos, si no tuviéramos el filtro de la mente, el corazón sufriría un colapso y hasta llevarnos a la muerte por un ataque al corazón. Dios es tan sabio que con tal de preservarnos la vida ha dejado esos cuarenticinco centímetros entre nuestros pensamientos y la fe que reside en nuestro interior.


Por eso no podemos juzgar a aquellos que vemos en una funeraria velando el cuerpo de un ser querido y que  no llora. No llora porque no puede. Su corazón no ha comprendido la magnitud de la pérdida. Perder el trabajo, perder el matrimonio, perder un hijo, perder la salud son episodios tan dolorosos e imprevistos que se necesita procesarlos lentamente para no sufrir un colapso arterial fulminante.


Cuando una madre ha dado a luz y no escucha llorar a su bebé: ¿Que siente, o que cree? Que no está vivo. Porque el llanto de ese bebé demuestra que sus pulmones están sanos, que su corazón palpita y que nació bien de salud. 


Es por eso que el Señor nos invita a llorar. A mostrarnos vivos ante nosotros mismos. Llorar es necesario para aliviar la tensión y la ansiedad que nos puede consumir hasta la muerte. 


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