HE AQUI EL REY LLORA

Y…¿lloran los reyes pues? ¿Acaso no son hombres poderosos, dueños de sí mismos, valientes y aguerridos? ¿Acaso no son hombres de valor, varones de pelea, invictos en toda prueba y que saben gobernar sus instintos y debilidades? Quizá ese es el paradigma de muchas mujeres con respecto a los hombres. Que no lloran. Que no se sienten débiles ante nada ni ante nadie. Que el acero del que están hechos no es maleable ni débil. Las mujeres han aprendido desde pequeñas que su hermanito es más fuerte que ella, por eso a él se le dan vitaminas para que desarrolle músculos y a ella para que desarrolle maternidad y feminidad. Y todo porque a los hombres se les ha enseñado a no mostrarse débiles. Se les ha dicho que no sean “mariquita” cuando era niño, que no llore como su hermana, que se aguante hasta el final, que saque el pecho y que muestre valor ante todo y ante todos, que un hombre no tiene derecho a mostrar su angustia ni su necesidad ante nada ni ante nadie. Desde niños se les ha dicho que son los “hombres de la casa” y que tienen que demostrarle a las mujeres que nada ni nadie los asusta ni espanta. Se les ha dicho que son los dueños del mundo y los vencedores de mil batallas, se les ha dicho que son los Superman del momento, que sus ejemplos son Batman y Robin, se les compran disfraces de esos míticos súper héroes de Marvel para que los imiten y lo peor de todo es que esos niños cuando se hacen hombres se siguen creyendo esas historias. Pero la Biblia me muestra la contrario: Reyes que lloran. Reyes que derraman su angustia y su dolor delante de todos. Hombres de acero fundido en el yunque del dolor que -como Jesus-, se sientan en las aceras del camino y lloran por su ciudad, por aquellos a quien él quiso proteger bajo sus alas y no quisieron. Hombres de tragedias como Saúl de Tarso que lloró cuando sus hijos espirituales de Corinto estaban hundidos en el orgullo. Hombres como Pedro que, curtidos por la sal del mar y el sol ardiente lloró durante tres días después de haber negado a su Maestro querido. Hombres farisaicos como Juan que al ver a su Mentor colgado de la cruz lloró junto a las mujeres aquel viernes a las tres de la tarde. …El pueblo guardó silencio cuando se supo que el rey David estaba llorando. Por su hijo. Por el hueso de su hueso y sangre de su sangre… El rey no tuvo pena ni vergüenza de llorar delante de todos. Desahogó su angustia y su dolor derramando sus lágrimas y lavando su alma. Así que, amigo querido, usted también tiene todo el derecho de llorar. De poner en el regazo de su esposa, de su madre, o de Jesus, su cabeza cansada y llorar. Eso le hará bien cuando lo necesite.

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