EL PARALÍTICO

 Juan 5:7  “El enfermo le respondió: Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua es agitada; y mientras yo llego, otro baja antes que yo”


Siempre había sido así: depender de otros para poder vivir la vida como se le presentó. Paralítico de por vida. Siempre siendo ayudado por otros. Crecer en ese ambiente le dañó la perspectiva que aunque creyera en un Dios que hacía milagros estos no eran para él. Sí, había escuchado historias de sanidades divinas pero siempre tuvo en su corazón el sentimiento que no había nada guardado en los almacenes celestiales algo que le perteneciera. 


Por lo tanto, sus ojos, sus esperanzas y sus anhelos siempre dependían de la ayuda de otros. Desde niño le habían enseñado a pedirle a los angelitos que lo guardaban que lo cuidaran. Su ángel de la compañía siempre había estado a su lado. No lo veía pero su pequeña fe le decía que ahí estaba junto a él. Ahora, ya adulto y tullido, condenado a vivir postrado en ese catre que apestaba a sudor, a cansancio y desaliento, lo habían llevado al Estanque Betesda en donde -según contaban-, un ángel de cuando en cuando movía el agua y era cuando se sucedía el milagro de sanidad. Una cosa es creer en Dios y otra en los ángeles. Él había escogido lo segundo. 


Años y años esperando esa parusía y él no había logrado nada. Hasta que…



A todos nos ha pasado, no nos avergoncemos. 


Si usted que lee esto es pastor, sabrá comprender lo que le pasaba a este pobre enfermo del estanque.  Y es que ese camino lo recorremos aquellos que dependemos de la Misericordia de Dios pero que equivocamos el camino para llegar a ella.  Porque nuestros ojos nos engañan a menudo.  Nos hacen ver que nuestra provisión puede llegarnos a través de las personas o cosas que vemos.


No es un secreto que muchos cristianos todavía juegan lotería. Cada mes compran su “cachito” para ver si por ese medio les llega la bendición que el Señor ha prometido para aquellos que hemos creído en su Nombre.  No los culpo: el paralítico creía en los ángeles, mis hermanos creen en la suerte. 


Y así pasan y pasamos años poniendo los ojos donde no debiéramos. Si en nuestra congregación llega alguien que aparenta tener recursos inmediatamente muchos de nosotros le damos privilegios y le hacemos honores esperando, como el cojo de la puerta La Hermosa, que nos den unas migajas de sus bienes.  Hasta que se cansan de que les quiten lo que es de ellos y se cambian de iglesia sin saber que seguramente caen en otra del mismo corte.  El pastor cambia de figura y de doctrina pero es lo mismo en cuanto lo ven entrando por las puertas de la congregación y observan el carro que maneja. 


En ese contexto, todos hemos sido paralíticos en el estanque de nuestra congregación en más de una ocasión.  Hasta que algo sucede en nuestra vida espiritual. Hasta que llega el Señor al fondo de nuestro corazón y nos hace la misma pregunta que le hizo al hombre de la historia: ¿”Quieres ser sano de ese defecto?”  ¿Quieres ser libre de esperar que otros te saquen de esa condición de pobreza y escaces que te abruma? ¿Quieres ser libre de ese vicio escondido que practicas en las noches mientras tu familia duerme? ¿Quieres ser libre de esa botella que escondes en el fondo de tu cajón? ¿De la pornografía? ¿De las redes que te suben el ego?


Y le damos las mismas respuestas que el hombre enfermo: No tengo quien me ayude. No tengo quien me pague las deudas. No tengo quien me saque de este embrollo.  No tengo a quien confesarle que estoy enredado con una señora a través del whatsApp.  Y, como el paralítico del estanque, no nos damos cuenta con quién estamos hablando.  Porque no tenemos el hábito de hablar con Él, si mucho, hemos hablado con nuestro ángel pero no con el que los creó. 


No lo vemos porque siempre hemos esperado a otras personas que nos comprendan, que nos ayuden, que nos sostengan en nuestros momentos de debilidad. ¿A quién se lo decimos? Al que todo lo puede. Al que nos llamó a ocupar el puesto que tenemos. Al que nos nombró sus embajadores y representantes. Sin embargo, la cultura, la costumbre o como usted quiera llamarlo nos hace cometer el mismo error una y otra vez.


Hasta que asoma la Misericordia y sucede lo que nunca creímos que sucedería.  Llega la solvencia. Pasa el susto del milagro. Se cancelan las deudas. Se arregla el matrimonio. El hijo vuelve al hogar, el vicio desaparece y colgamos el catre.


Ese es el milagro que realmente esperábamos pero no llegaba hasta que no tenemos un verdadero y traumático encuentro con Jesus. No era el ángel el que movía el agua. No era el agua en movimiento. Era Jesus a quien nuestro corazón anhelaba y Él no nos falló. No señor. Él no acostumbra eso. Él es Fiel y Verdadero. “Puestos los ojos en Jesus…”


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