EL CENTURIÓN ROMANO

     

Mateo 8:5-7  “Y cuando entró Jesús en Capernaúm se le acercó un centurión suplicándole,

y diciendo: Señor, mi criado está postrado en casa, paralítico, sufriendo mucho. Y Jesús le dijo*: Yo iré y lo sanaré”



Crecí y me desarrollé en una familia de militares.  En mis primeros años tuve el privilegio de vivir en una base militar allá en Poptún, Petén a donde mi padre y mi abuelo habían sido destacados.  Mi área de juegos era dentro de la base, y, como hijo y nieto de oficiales, se me permitía entrar a las cuadras donde dormían los soldados que cuidaban la base.  El único lugar que me era prohibido era el Casino, lugar en donde después de la jornada de trabajo, los oficiales se reunían a platicar o tomarse unos tragos antes de pasar lista a las ocho de la noche de cada día y luego retirarse a sus respectivas casas. 


A cada oficial se le asignaba un soldado de la más baja condición cultural que se llama el “asistente”. Era el encargado de hacer la limpieza de la casa, los mandados e ir a traer el “rancho” o comidas de cada oficial al comedor de la base.  Este soldadito ignorante era el que hacía de todo. Estaba allí para atender a su oficial y su familia sin horario de trabajo.  Debía estar disponible las 24 horas del día, siete días a la semana. Tenía prohibido enfermarse o abandonar sus deberes so pena de sufrir algún castigo para que aprendiera. 


Por eso, cuando Mateo me habla de un Oficial de alto rango haciendo algo que en mis recuerdos más reptilianos no cuadra, me movió mi zona de confort y me hizo reconsiderar la conducta de mi abuelo, mi padre y la mía propia. Porque como oficiales de rango, se nos enseña a mandar y no a rogar.  Sin embargo aquí hay uno que no duda en doblar la cerviz ante el Señor Jesus. 


¿Un centurión romano rogándole a Jesus por un milagro?   ¿Un hombre acostumbrado a mandar, ahora rogando?  ¿Un soldado enseñado a sacar la dureza interior para mantener a los plebeyos bajo sus ordenes? ¿Acaso no tenía sus dioses lares para pedirle lo que necesitaba? 


Son preguntas que surgen cuando leemos esta historia que nos cuenta Mateo.


Pero aun hay otra que ronda mi cabeza cada vez que la leo: ¿Quién era este criado que había despertado ese gesto en su amo? ¿Acaso los criados de los romanos, especialmente militares no eran menos que nada? Sabemos por la historia que los romanos pertenecían a una clase social más alta que el resto de personas comunes  y corrientes de esa parte del mundo.  Sabemos que en esa sociedad solo había dos clases de personas: los patricios y los plebeyos.  E indudablemente su criado pertenecía a la segunda.


Sin embargo aquí tenemos a un hombre forjado para mandar, para ordenar e incluso, para matar.  Enseñado a hacer respetar las leyes del Imperio sin dilación. Como aprendí en el Ejército en mis años de soldado, a obedecer para saber mandar.  Que las órdenes se cumplen, no se discuten. 


Pero tenemos a un soldado de puro hierro romano suplicando un favor.  Creo que si su oficial inmediato lo hubiera visto hacer tal cosa le manda un par de días de arresto por esa conducta impropia de un paradigma del Imperio romano. 


Y es que hay algo escondido en esta conducta: Dentro de todos nosotros hay una pizca de bondad aunque nuestra caparazón se vea dura.  Dentro de cada ser humano, al haber sido hechos a la Imagen y Semejanza de Dios, se nos dotó de un ápice de una de sus virtudes: La Bondad. Somos bondadosos por naturaleza aunque los dolores de la vida, los tropiezos, trauma y conflictos no resueltos nos hagan esconderlos en los lugares más recónditos de nuestro interior.


Es por eso que vemos hombres rudos siendo tiernos con un bebé. Podemos ver a una mujer ruda, forjada en el yunque del dolor y los abusos de su niñez siendo amables y tiernas al ver la sonrisa de sus hijos. La vemos como madre abnegada que puede llegar a hacer cualquier cosa por proteger a sus criaturas.


La Bondad no es nuestra. Es un Don de Dios que nos ha sido puesto dentro de nosotros para que no olvidemos que no somos robots ni herederos de a saber qué cultura espacial. No. Somos personas de sentimientos. Somos hombres y mujeres que podemos amar, que podemos sentir compasión y empatía por nuestros semejantes. Fuimos hechos para sentir el dolor ajeno tanto como sus alegrías,  es por eso que nos implantaron el “efecto espejo” en nuestro ser.


Este romano vio a su criado sufriendo y ni la armadura ni toda la parafernalia romana con que se vestía cada día para presentarse a su Base Militar impidieron que dentro de él se rompiera la dureza de su exterior para sentir el dolor de su criado. 


Eso lo llevó a los Pies de Jesus, doblar sus rodillas, bajar la cerviz y rogar.  Algo que muchos de nosotros no estamos dispuestos a hacer ¿verdad?

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