NO QUEREMOS OTRO REY

                                                  

Juan 19:15: “Los principales sacerdotes respondieron: No tenemos más rey que el César.”

Mmmmm, parece que muchos de nosotros estamos exactamente igual que los sacerdotes de los tiempos  del Segundo Templo. 

Ellos no querían reconocer que Jesus era el Rey prometido desde tiempos antiguos para que los gobernara y los libertara de sus problemas, enfermedades, deudas y todo lo que los acosaba física y espiritualmente. No. No lo aceptaron. Ellos ya tenían un rey. Era el Cèsar. El hombre que los aplastaba, los tenía atemorizados y limitados. Era el Cèsar, el tirano que amedrentaba a su pueblo Israel, el idólatra que les había impuesto su águila real en las mismas puertas de su adorado Templo. 

Sì, ya tenían un rey. Era el Cèsar, el usurpador de su tierra que les había obligado a aceptar sus dioses falsos y su egolatría al hacer que sus súbditos le construyeran ciudades consagradas a èl mismo y que le pusieran su nombre para honrarlo. 

Ese era el rey que ellos aceptaban. No al Rey enviado por el mismo Dios que los había amado desde tiempos ancestrales. El Dios que los había cobijado bajo sus Alas y los había llevado a esa tierra de leche y miel. Los dirigentes del pueblo no quisieron aceptar al Rey que les había demostrado tanto amor desde siempre al enviarles el Pan del cielo, la lluvia temprana y tardía. A los profetas para que les guiaran y enseñaran su Palabra. No aceptaron al Rey que sanaba leprosos y hacia ver a los ciegos y andar a los tullidos. No. Ese Rey no es el nuestro. Nuestro rey tiene que ser un hombre elegante aunque sea diabólico. Tiene que tener carisma y no mezclarse con la chusma. Nuestro rey tiene que ser alguien que nos represente dignamente entre los poderosos y ricos no entre los pobres que ni siquiera saben hablar.

Ellos quisieron un rey que vistiera ropas reales aunque por dentro estuviera corrompido por la misma maldad. Un rey que les dejara vivir su vida, que no interfiriera en sus costumbres banales, que no los confrontara con sus vidas miserables e hipócritas. Que no los acosara  con sus palabras moralistas y su estilo de vida que no cuadraba con sus costumbres paganas. 

Ellos no quisieron un Rey que les hablaba con ternura pero con firmeza. Que no les señalara la viga que tenían en sus ojos, que no pusiera el dedo en sus llagas que supuraban el pus de sus pecados. Un Rey que con solo verlos supiera la hipocresía que abundaba dentro de sus corazones y les hiciera ver que ante Èl no hay nada oculto que no haya de ser manifestado.

Ellos no aceptaron un Rey que les hiciera ver que eran guías ciegos de ciegos, que en vez de enviar al pueblo al cielo lo estaban enviando al mismo infierno. No aceptaron al Rey que les enseñaba que el mensaje del Reino de Dios no es impositivo sino didáctico, interelacional, un evangelio que toca al enfermo, que ama al pobre, que da de comer al hambriento, que cubre al desnudo y que levanta al que cae. 

Pero lo màs difícil de aceptar para aquella gente, como la de hoy, es que ellos tuvieron frente a sí al Rey que les enseñaba que la vida no se trata de verla pasar sino de vivirla. De dejar huellas en los corazones de quienes se encuentran en nuestro camino. De dejar algo positivo en las vidas de aquellos con quienes nos relacionamos. De cambiar paradigmas. De transformar el fracaso en triunfo, la tristeza en gozo, el llanto en alegría.

Pero para eso se necesitaba ser como Èl. Manso y humilde de corazón. Meterse entre la gente y dejar de lado sus costumbres elitistas y falsa santurronería. Que no pusieran caras santas ante las oraciones y luego contar chistes vulgares entre sus amigos. Eso fue lo que no les gustó a aquellos hombres que eran los maestros de la Ley de Dios. No les gustó que los confrontara con su doble moral, con sus vidas falsas y mentirosas. El Mesìas que tenían entre ellos no era agradable a sus métodos carnales de enseñanza. A sus vicios ocultos. A sus costumbres mundanas y alejadas de toda la Verdad de lo que enseñaban. No, ese no era el Rey que ellos deseaban. Ellos querían al rey que los dejaba tranquilos con sus concubinas. Que no pidiera que honraran a la mujer que era su esclava. Que no pidiera que dejaran el vino, el sexo ilícito y sus bacanales. Estaban contentos con el rey que les dejaba tranquilos en sus vidas religiosas sin meterse en sus matrimonios ni en sus vidas privadas. Que les dejara seguir aplastando a los pobres e ignorantes. Que no les tocara su dinero ni sus vidas de fiesta en fiesta. Ese era el Cèsar para ellos. Ese era el rey que querían seguir teniendo.

Y, ¿qué hacemos con el Rey que quiere ser su Rey? ¡A ese crucifìcalo! ¡Quítalo del púlpito y háblanos del rey que nos permite seguir siendo nosotros. Que nos deje nuestras fiestas en paz. Que no nos diga lo que debemos hacer. Que no nos diga que “todo” es pecado. Que no se meta con nuestra ropa, tatuajes, cortes de cabello, vicios, lenguaje soez ni la lujuria que brilla en nuestros ojos. No queremos a Jesùs el Rey. Ya tenemos uno. Es el Cèsar. 


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