¿POR QUE...?

No lo podemos negar... A menos que haya transcurrido un buen tiempo en nuestro caminar cristiano, léase bien: cristiano, no evangélico, podremos dejar de preguntar el ¿por qué, Dios?

Es una pregunta que nos hemos hecho todos en algún momento después de nuestra conversión... Y, repito, mientras no alcancemos cierta madurez en Cristo volveremos una y otra vez a hacer la misma pregunta...

Es que no nos gustan las cosas al azar. Queremos estar enterados de todo. Cuando nacimos, donde viviremos, con quien nos casaremos, como nos irá en nuestros estudios, donde moriremos... Pero cuando las cosas se ponen imprevistas, cuando nos suceden cosas que no nos gustan y nos mueven nuestra zona de confort, es entonces cuando surge la pregunta... ¿por qué...?

Ayer escribí sobre la tristeza. Muchos lectores se vieron retratados en ese artículo. Yo mismo me identifico con lo que escribo. Por eso me salen del alma las palabras y mis pensamientos se arroban cuando me siento ante el teclado y dejo fluir las expresiones de mi propio corazón... No soy pesimista. Solo soy hombre. Un hombre que vive intensamente al lado de Jesus y cada vez que leo su Historia no dejo de sentirme tan pero tan pequeño ante su Majestad clavada en la Cruz del Calvario mientras yo tengo el privilegio de ver en pantalla plana el noticiero de la CNN...

¿Por qué son así las cosas? Porque no puedo manejarlas todas. Tengo que permitir que el Creador del Universo se tome el tiempo necesario para sorprenderme y enviarme las respuestas que necesito saber. Es por eso que he aprendido a dejar todo en Sus Manos. Sè que allí estará seguro mi presente y mi futuro. Que no tengo por qué  preocuparme porque Èl tiene control sobre todo lo que respecta a mí... Y, si ustedes son mis hermanos, también pensarán como yo. Por lo tanto, se terminan las preguntas...

Las preguntas pueden estar en la superficie del dolor. De la tragedia. Pueden ir por dentro del corazón y del alma.  Pueden permanecer agazapadas en lo más profundo del corazón y de pronto, como una ola, romper en la playa del pensamiento... Pueden ser una llama que quema lo más íntimo del ser. Pueden ser como un soplete que lanza su fuego abrazador dentro de nuestros pensamientos y nos ponen inquietos. Los ¿por qué? pueden ser por sí mismos: ¿Por qué fui tan débil y le dije que si? ¿Por qué no le negué mi número de celular? ¿Por qué permití que su fragancia llenara mis pulmones con su aroma y ahora no lo puedo olvidar? ¿Por qué no evité ese encuentro? ¿Por qué sentí que mis manos temblaron a su contacto? Y nos enojamos. Porque la ira vive en la casa del dolor. Ira por sí mismos. Ira por la vida. Ira por la gente que nos rodea, por el hospital o por el sistema de transporte... Pero sobre todo, ira por Dios. Ira que asume la forma de una pregunta de dos palabras breves: ¿Por qué? ¿Por qué él? ¿Por qué ella? ¿Por qué nosotros...?

Y la culpa nos asusta con su fea garra y nos hace sentir miserables. Nos acusa de pecadores. De sucios e ineptos. Nos dice que mejor no oremos porque Dios no escucha a los pecadores. Que Dios nos ve de lejos porque fuimos débiles. Porque nuestro corazón palpitó más de prisa en aquel encuentro... Pero Pablo dice que todo eso es mentira. Que no hay ninguna condenación para los que estamos en Cristo. Que tenemos libre acceso al Trono de la Gracia. Que podemos seguir llamándole "Padre". Que ya no tenemos que volvernos esquizofrénicos preguntando ¿Por qué? Porque sabemos que todo lo que vivimos lo vivimos en Cristo Jesus... Y él sabe por qué preguntamos ¿Por qué...?

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