ADIOS AL ADIOS
Adiós.
Nadie quiere pronunciar esa palabra.
Ni la esposa de un niño cuando hay que dejarlo por primera vez en el kínder. Ni el padre cuando lleva a la novia al altar. Ni el esposo en la clínica de descanso. Ni la esposa en la funeraria...
Principalmente ella. La muerte es el adiós más difícil de todos. Cuando se mueren las esperanzas de continuar al lado del que se fue. De pronto se dice el nombre en la habitación creyendo que aún está allí. Cuando la otra almohada está fría y vacía.
Decir adiós en la puerta del aeropuerto a la persona que dejaremos de ver por un tiempo indefinido. Cuando esa persona se lleva un pedazo de nuestro corazón. Cuando se lleva el recuerdo de nuestro perfume pegado a su ropa. No podemos evitar llorar al tener que decir adiós...
Cuando se sale del juzgado y la pareja tiene que darse la mano y decir adiós a tantos años de matrimonio porque al final no funcionó. Con ese apretón de manos se intercambian recuerdos. Algunos dolorosos, otros tristes, otros de cólera y amargura. Ese adiós es para no volver a ver por el espejo retrovisor.
No pudimos ser esposos, por lo menos seamos buenos amigos. Adiós...
No fuimos hechos para decir adiós. Porque un adiós rompe algo. Y el Señor no nos hizo para quedarnos hechos pedazos...
El plan de Dios no tiene despedidas. Nada de última palabra en el aire. Nada de miradas tristes porque no nos volveremos a ver. Al contrario. Èl está a la vuelta de la esquina. Lo veremos tal como es, dijo el apóstol.
Usted le dijo adiós a sus hijos en la otra frontera. Pero se volverán a ver un día de estos. Sus nietos lo volverán a abrazar y usted los volverá a besar. Quizá los encuentre un poco más altos pero nunca más grandes.
Adiós. Para algunos de ustedes esta palabra es el desafío de su vida. Pasar por esto es pasar por tiempos de furiosa soledad, de pena que drena la fortaleza. Usted duerme solo en una cama para dos. Se mueve por su casa en medio de un aplastante silencio. Se sorprende pronunciado sus nombres o tratando de cogerles la mano. Se siente aislado como si tuviera cuarentena. El resto del mundo sigue adelante, usted anhela hacer lo mismo, pero no puede. No puede decir adiós... Se niega a dejarlos ir y cree verlos en el comedor o en sus habitaciones o cree escuchar sus voces que aún resuenan en su corazón porque se niega a decir adiós.
No se desanime. Dios ya lo sabe. Todas las despedidas están en su reloj. Se filtran como pequeños granos a través de un reloj de arena. Dios ha decretado una reunión familiar cualquier día de estos. Y si Jesus no nos dijo adiós, es porque él sabe que esa palabra es dolorosa. Por eso oró: "Padre, donde yo estoy, quiero que ellos también estén..." También dijo: "No los dejaré solos. Les enviaré al otro, al Consolador, él les recordará todo lo que les he dicho." "No teman, manada pequeña..." En los labios de Jesus nunca hubo un adiós, solo un "hasta luego... después de tres días me verán..."
Nadie quiere pronunciar esa palabra.
Ni la esposa de un niño cuando hay que dejarlo por primera vez en el kínder. Ni el padre cuando lleva a la novia al altar. Ni el esposo en la clínica de descanso. Ni la esposa en la funeraria...
Principalmente ella. La muerte es el adiós más difícil de todos. Cuando se mueren las esperanzas de continuar al lado del que se fue. De pronto se dice el nombre en la habitación creyendo que aún está allí. Cuando la otra almohada está fría y vacía.
Decir adiós en la puerta del aeropuerto a la persona que dejaremos de ver por un tiempo indefinido. Cuando esa persona se lleva un pedazo de nuestro corazón. Cuando se lleva el recuerdo de nuestro perfume pegado a su ropa. No podemos evitar llorar al tener que decir adiós...
Cuando se sale del juzgado y la pareja tiene que darse la mano y decir adiós a tantos años de matrimonio porque al final no funcionó. Con ese apretón de manos se intercambian recuerdos. Algunos dolorosos, otros tristes, otros de cólera y amargura. Ese adiós es para no volver a ver por el espejo retrovisor.
No pudimos ser esposos, por lo menos seamos buenos amigos. Adiós...
No fuimos hechos para decir adiós. Porque un adiós rompe algo. Y el Señor no nos hizo para quedarnos hechos pedazos...
El plan de Dios no tiene despedidas. Nada de última palabra en el aire. Nada de miradas tristes porque no nos volveremos a ver. Al contrario. Èl está a la vuelta de la esquina. Lo veremos tal como es, dijo el apóstol.
Usted le dijo adiós a sus hijos en la otra frontera. Pero se volverán a ver un día de estos. Sus nietos lo volverán a abrazar y usted los volverá a besar. Quizá los encuentre un poco más altos pero nunca más grandes.
Adiós. Para algunos de ustedes esta palabra es el desafío de su vida. Pasar por esto es pasar por tiempos de furiosa soledad, de pena que drena la fortaleza. Usted duerme solo en una cama para dos. Se mueve por su casa en medio de un aplastante silencio. Se sorprende pronunciado sus nombres o tratando de cogerles la mano. Se siente aislado como si tuviera cuarentena. El resto del mundo sigue adelante, usted anhela hacer lo mismo, pero no puede. No puede decir adiós... Se niega a dejarlos ir y cree verlos en el comedor o en sus habitaciones o cree escuchar sus voces que aún resuenan en su corazón porque se niega a decir adiós.
No se desanime. Dios ya lo sabe. Todas las despedidas están en su reloj. Se filtran como pequeños granos a través de un reloj de arena. Dios ha decretado una reunión familiar cualquier día de estos. Y si Jesus no nos dijo adiós, es porque él sabe que esa palabra es dolorosa. Por eso oró: "Padre, donde yo estoy, quiero que ellos también estén..." También dijo: "No los dejaré solos. Les enviaré al otro, al Consolador, él les recordará todo lo que les he dicho." "No teman, manada pequeña..." En los labios de Jesus nunca hubo un adiós, solo un "hasta luego... después de tres días me verán..."
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