EL BAUTISTA

"...Porque él será grande delante del Señor; no beberá ni vino ni licor, y será lleno del Espíritu Santo aun desde el vientre de su madre. Y él hará volver a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios..." Esas fueron las palabras que el ángel del Señor le expresó aquel día en el Templo a Zacarías... Les iba a premiar a él y su esposa con un bebé. Ese niño no había nacido para ser un lacayo. Era, desde su nacimiento un príncipe. Un príncipe que iba a decir la verdad.  Y esa verdad iba a abrir los ojos de muchos en Israel. El sino sobre su vida era una vida de anacoreta. Apartado de todo y de todos. Para poder decir la verdad había que permanecer puro. Solo los puros de corazón y sinceros con Dios tienen el derecho de hablar con la verdad. Para hablar la verdad hay que vivir de verdad. No es retórica. No es algo abstracto. Es algo real y tangible. Vertical. Frontal. Transparente...

Aquel niño, convertido en hombre,  ha vivido una vida azarosa. El desierto ha sido su hogar. Langostas y miel han sido su pan diario. No le ha interesado nada de este mundo, porque el mundo no tiene nada que ofrecerle. Vive para cumplir su destino. Fue enviado por Dios para cumplir una misión. Cuando Dios envía a alguien a cumplir una misión ese alguien tiene que ser grande. Las misiones de Dios no son para cobardes ni advenedizos. Dios escoge valientes. Mejor dicho, los hace desde el vientre de mamá. Los valientes nacen, no se hacen. Lo traen en la sangre. Lo beben en la cuna y lo desarrollan en la vida...

Pero decir la verdad trae odio. Rechazo. Càrcel. La verdad despierta el odio de los invertebrados que se doblan ante el hombre. Cuando un hombre habla la verdad se atrae enemigos que no alcanzan a comprender por qué hay que decirla cuando se puede vivir con doble moral. Son los enanos que no alcanzan esa estatura los que critican e insultan a los gigantes de la fe que creen lo que hablan...

Juan está sentado en las losas frías y pegajosas de su celda. A lo lejos suena la música de la fiesta profana en donde se baila, se bebe y se peca. Pero él está tranquilo, espera que su tiempo en la tierra termine como empezó: En victoria sobre el pecado. Sabe que su cabeza ha sido pedida por la adúltera que ostenta el poder detrás del trono de Roma.  Y, cuando todo queda en silencio, un silencio sepulcral sabe que su hora ha llegado... Se acerca su verdugo... La muerte ha soltado su hedor...

¿Por qué venir hasta el cubil de la fiera moribunda para degollarla con el cuchillo del rechazo? ¡crueldad inútil! ¡triste crueldad! En el cadalso solo se escuchan sonidos muertos, hojas muertas de las horas muertas, de las cosas muertas... Porque este valiente aunque pensando aún en la vida, ya está condenado a muerte. Muerte por decir la verdad. ¡Cómo es viva la canción de las cosas muertas! ¡Qué fuerza imperiosa surge de aquellos sueños cuyas raíces se hunden en el corazón terrible de la muerte, no podemos anonadar aquello que matamos, solo la ceniza es inmortal, la llama muere, la ceniza no, la vitalidad de las cenizas se siente omnipresente en el corazón...

¿No estoy venciendo yo mismo la fatalidad? Se dice a sí mismo el valiente mensajero de Dios.  No hay victorias trascendentales sino aquellas que obtenemos sobre nosotros mismos. Las demás no son victorias. Los derrotados por nuestra victoria son solo un pedestal de vencidos... eso consuela nuestro orgullo pero no consuela nuestro dolor, eso puede hasta hacernos grandes, pero eso no nos hace fuertes... Solo la victoria sobre sí mismo, es la victoria...

Y el hombre, el vencedor, el que no claudicó ante el poder romano se desplomó agotado sobre la piedra fría y dura de su celda como cae el árbol partido en dos por el hacha asesina...

Pero cumpliò su deber: abrió el Camino para que Otro transitara sobre el embaldosado de la ruta bañada con su sangre... Debo menguar para que Èl crezca, había dicho... Y Así fue...

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