RECORDANDO A JUAN...

...Entre los resplandores de la lucha, insultado, despreciado por todos, calumniado y soberbio, haciendo retroceder a sus contrarios con la sonora vibración de sus apóstrofes violentos, deslumbrándolos con el centelleo de sus frases formidables azotándolos con sus sarcasmos por su pecado, imponiéndole el respeto de su carácter con la fuerza de su palabra, sellándoles en los labios la palabra vil, con la punta de su espada verbal haciendo retroceder a los pigmeos incrédulos de Dios como un centinela de su honor...

Así, llevado por la tempestad, envuelto en el torbellino de la polémica, cegado por los propios resplandores de su elocuencia, por la nube de su pasión, como los gladiadores del circo, su voz como la lanza del guerrero indomable, no dejaba nada en pie.  Todos los que lo escuchaban sentían su choque formidable. Su acento tenía la Voz del profeta y del Poeta del amor...

Como Ezequiel, apostrofaba las multitudes, queriendo infundir soplo de vida sobre los huesos de esas gentes, diezmados por el pecado de sus vidas, devorados por los leones salvajes de la lujuria, roídos en la noche de su ignorancia, por los sucios chacales de la religiosidad y la costumbre. Retaba a los poderosos, y parecía que todos los alientos del desierto, todos los huracanes de las arenas del Sinaí, todas las tempestades del alma celosa de su Dios aletearan en sus apóstrofes soberbios...

Así era Juan. Le decían el bautista porque había llegado a cumplir el mandato de abrir el camino del Señor. ¿Quién eres? le preguntaban los poderosos cuidadores de la Ley mosaica y de la moral del hombre. ¿Quién eres? insistían una y otra vez. Y su respuesta era la misma: "Yo soy la Voz de uno que clama en el desierto..." Eso soy. La Voz. Sin aplausos, sin fanfarrias, sin diplomas ni nada que el hombre valora. Solo su arrojo y su fuerza. Solo su voz y su palabra. Era el que abriría el camino para que transitara el Prometida de las Naciones. El Deseado de Isaías. El Vástago de Dios. La Raíz del Olivo...

Se enfrentó con la mujer adúltera. Con el rey pagano y soberbio que se creía dueño y señor de la vida. Había como un fiero terror en sus ojos que cuando ese rey lo veía, temblaba de miedo y de espanto... Era Juan, el que nunca negoció su mensaje, el paradigma de lo que debían ser los pastores del rebaño, los que prepararan a las ovejas para recibir al Buen Pastor, a Jesus...

El valor de este indómito, aparte del de Jesus, no ha vuelto a aparecer en la tierra. Hoy, tristemente el hombre ha rebajado su mensaje. Ya el verbo no afecta la conducta humana. La palabra que se predica desde los púlpitos ya no hace estremecer a los pecadores, a las adúlteras y a los fornicarios como aquel rey que usurpaba el Trono de Dios... "No te es lícito tener a esa mujer..." era la sentencia de Juan. Frontal. Cáustico. Directo. Ojo con ojo. Hacía rechinar los dientes a la poderosa que después, en un arranque de rabia le cortaría la cabeza a ese valiente que se atrevía a pararse bajo su balcón a recordarle que habría un juicio de muerte para aquellos que caminaran por la tangente del pecado...

Juan es un recordatorio eterno de lo que debemos hacer y decir. No temerle al hombre sino decir siempre la Verdad. Como Juan, daremos cuenta de lo que nos encargaron. No nos pusieron para llenar edificios, pastores, nos pusieron para llenar el cielo...

Recordemos a Juan...

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