ELIAS Y NOSOTROS
Había nacido armado caballero para las grandes luchas de la vida. Si la fe no se hubiera manifestado en aquel altar en donde el Fuego de Dios cayó y consumió su holocausto, el agua y las piedras, quizá hubiera sido solo un misionero más de aquel tiempo... Errante de clima en clima, sembrador de la Palabra Divina, ansioso del martirio, buscando y pereciendo en él, en arrobo místico, los brazos tendidos al cielo lejano y los labios al beso invisible de lo eterno...
En una nación conquistadora y heroica habría sido un héroe, llevador del Nombre de su Dios sobre la punta roja de su lengua más allá de los linderos del desierto, un soñador de la visión de luchas sangrientas contra los profetas falsos de Jezabel. Su vida era la de un paria del desierto. Pero un paria suspendido entre las áridas arenas y el fresco verdor de su tierra Israel. Celoso de su Dios, lo consumía un como fuego abrasador que amenazaba con incendiar su corazón y todo lo que se pusiera a su alcance... Digno precursor del Celo de Dios que años después mostraría el Señor al ver su Templo lleno de mercaderes y falsarios... Era como un águila herida por el dolor del paganismo que llenaba su época, águila que aleteaba sobre la monotonía de una llanura de zarzas y de arbustos, sin el refugio de un árbol, una cima solitaria en el espacio inclemente, llevando en la pupila salvaje la visión de cumbres muy remotas y en la mente el fulgor de sus sueños de dominio y en sus garras el valor del coraje y en los miembros todos, su fuerza prodigiosa que cambia los horizontes con un solo golpe de ala...
Era soberbio, desdeñoso y triste. Eso lo aislaba de los demás. Elías, el tisbita había aparecido así nada más. Brotó como las hierbas del campo fértil, valerosas, como esas lilas que perfuman el ambiente donde se mueven, como los girasoles que extienden sus pétalos al sol para deslumbrar a las mariposas que revuelan sobre ellas. El aislamiento es el terreno señorial de las alma superiores. Era un solitario. No, corrijo, era un dependiente del Poder del Eterno, de ese Dios Omnipotente que lo había enviado a ser un embajador de Su Reino, un valiente que pregonara que solo hay un Dios y todos los demás son falsos...
Por eso tenía que vivir. Tenía que cumplir su sino, cumplir su alto llamado a anunciar a voz en cuello y con el respaldo del Poderoso que los demás no eran verdaderos profetas. Que cuando un predicador anuncia el Reino de Dios debe mostrarlo con sus hechos más que con sus palabras. Y eso era lo que había hecho este gigante de la fe. Demostrar con su altar inundado de agua y de fe que su Dios era el Unico que podía hacer descender fuego que consume el holocausto y demuestra quien es el Invicto, el Señor de señores.
Y de eso se trata el ministerio. Y de eso habla el profeta cuando nos advierte: "...porque del sacerdote espera el pueblo oír la Ley, porque mensajero es de Jehovà..."
Entonces... ¿De quien es usted mensajero? ¿Del Señor que lo llamó o del pueblo que lo puso? Si somos mensajeros de Dios tenemos una gran responsabilidad: Cumplir con el que nos llamó. No con los que están sentados en las sillas...
En una nación conquistadora y heroica habría sido un héroe, llevador del Nombre de su Dios sobre la punta roja de su lengua más allá de los linderos del desierto, un soñador de la visión de luchas sangrientas contra los profetas falsos de Jezabel. Su vida era la de un paria del desierto. Pero un paria suspendido entre las áridas arenas y el fresco verdor de su tierra Israel. Celoso de su Dios, lo consumía un como fuego abrasador que amenazaba con incendiar su corazón y todo lo que se pusiera a su alcance... Digno precursor del Celo de Dios que años después mostraría el Señor al ver su Templo lleno de mercaderes y falsarios... Era como un águila herida por el dolor del paganismo que llenaba su época, águila que aleteaba sobre la monotonía de una llanura de zarzas y de arbustos, sin el refugio de un árbol, una cima solitaria en el espacio inclemente, llevando en la pupila salvaje la visión de cumbres muy remotas y en la mente el fulgor de sus sueños de dominio y en sus garras el valor del coraje y en los miembros todos, su fuerza prodigiosa que cambia los horizontes con un solo golpe de ala...
Era soberbio, desdeñoso y triste. Eso lo aislaba de los demás. Elías, el tisbita había aparecido así nada más. Brotó como las hierbas del campo fértil, valerosas, como esas lilas que perfuman el ambiente donde se mueven, como los girasoles que extienden sus pétalos al sol para deslumbrar a las mariposas que revuelan sobre ellas. El aislamiento es el terreno señorial de las alma superiores. Era un solitario. No, corrijo, era un dependiente del Poder del Eterno, de ese Dios Omnipotente que lo había enviado a ser un embajador de Su Reino, un valiente que pregonara que solo hay un Dios y todos los demás son falsos...
Por eso tenía que vivir. Tenía que cumplir su sino, cumplir su alto llamado a anunciar a voz en cuello y con el respaldo del Poderoso que los demás no eran verdaderos profetas. Que cuando un predicador anuncia el Reino de Dios debe mostrarlo con sus hechos más que con sus palabras. Y eso era lo que había hecho este gigante de la fe. Demostrar con su altar inundado de agua y de fe que su Dios era el Unico que podía hacer descender fuego que consume el holocausto y demuestra quien es el Invicto, el Señor de señores.
Y de eso se trata el ministerio. Y de eso habla el profeta cuando nos advierte: "...porque del sacerdote espera el pueblo oír la Ley, porque mensajero es de Jehovà..."
Entonces... ¿De quien es usted mensajero? ¿Del Señor que lo llamó o del pueblo que lo puso? Si somos mensajeros de Dios tenemos una gran responsabilidad: Cumplir con el que nos llamó. No con los que están sentados en las sillas...
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