CAÑA CASCADA
El sol, lanzando su rayo horizontal y postrimero a través de la reja entreabierta de una ancha ventana formada por las nubes que empezaban a oscurecer su luz, bañaba con sus fulgores el rostro demacrado y triste de la figura otoñal de una mujer que lánguidamente buscaba entre los escombros para encontrar unas pocas ramas para encender un fuego que le diera calor para calentar un poco el frío estival que asomaba su fea cara en la vida de la viuda...
Ella había sido hermosa. Con sus ojos garzos, tristes y serenos en cuya mirada había una ingénita y vaga melancolía y ese mirar poético y extraño de los seres destinados a vivir su felicidad poco tiempo y que en medio de las sombras de la vida, alumbrados por misteriosas e interiores claridades, viven con la esperanza de lo eterno, pensando en Dios y contemplando el cielo... Almas de poetas y de mártires, que con la lira en la mano o con la hoguera al pie, inspirados por el genio o por la fe, soñando con la gloria o con el cielo, viven siempre tristes y agitando unas como alas invisibles, ansiosas y prontas a tender el vuelo en busca de lo ideal y de lo bello... Sus cabellos habían sido abundantes y de un color castaño, como el de la avellana, sus cejas y pestañas, negras y su rostro pálido y blanco, como las azucenas. Ahora vestía con sencillez y sobre su pecho agitado por los suspiros se balanceaba una flor, roja, tan roja como el color purpúreo de sus labios...
Su joven y amante compañero, con sus cabellos negros y ensortijados, su rostro ligeramente moreno y pálido, y sus facciones pronunciadas y correctas, había sido un tipo hermosìsimo como el mismo Dios que lo había creado y le había impregnado de una hermosura varonil...
Pero había muerto el hombre. El compañero de su vida. El varón que le había dado tanto calor a su vida ahora la dejaba con el frío del futuro incierto. Un hijo esperaba el regreso de la viuda anhelando con ansias saciar el hambre que atormentaba su vientre. Èl sabía que su madre no lo abandonaría, que no lo dejaría desfallecer y que regresaría con abundante comida para saciar su apetito infantil...
La viuda, caña cascada por el dolor, el sufrimiento y el abandono del amor que había sido su vida, ahora está como ausente, pensando en su último bocado y después... la muerte. De todas formas la muerte ya la había visitado al llevarse al amante que la abrazaba cada noche y le hacía sentir vértigos de ternura y amor... La muerte que seguía rondando su vida y la de su pequeño. Cañas cascadas por la soledad, el hambre y el frío...
Y llegó el profeta. El hombre de Dios. El hombre que Dios había enviado para que en la vida de estas cañas cascadas sucediera el milagro de la vida. El milagro del pan. El Maná que alimentaría no solo sus corazones sino también sus vientres... El profeta enviado a brindarles la fe que necesitaban, la esperanza en el futuro, la reconstrucción de sus vidas, la visión celestial que hay un nuevo día en la vida de aquellos que han sido cascados por el infortunio. Aunque ella estaba incrédula y había perdido el deseo de vivir, el hombre de Dios le ofrece un futuro diferente. Pero mejor leamos las palabras de la viuda al pedido que le hace el Profeta cuando le pide pan: "Pero ella respondió:Vive el SEÑOR tu Dios, que no tengo pan, sólo tengo un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija y estoy recogiendo unos trozos de leña para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que comamos y muramos..."
Palabras muertas como muerta estaba el alma de esta mujer. La viuda, la caña cascada ya no tiene vida ni fuerzas ni esperanzas... Pero el Profeta ha llegado para que ella vea el resplandor del sol en un nuevo día. Para que vea con sus propios ojos que mientras hay vida... hay esperanza. Que Dios aún no ha dejado de brindar su Misericordia y su Amor derramado en libación sobre aquellos que han sido cascados por la vida... Quizá como usted que me lee... O como yo que escribo...
Ella había sido hermosa. Con sus ojos garzos, tristes y serenos en cuya mirada había una ingénita y vaga melancolía y ese mirar poético y extraño de los seres destinados a vivir su felicidad poco tiempo y que en medio de las sombras de la vida, alumbrados por misteriosas e interiores claridades, viven con la esperanza de lo eterno, pensando en Dios y contemplando el cielo... Almas de poetas y de mártires, que con la lira en la mano o con la hoguera al pie, inspirados por el genio o por la fe, soñando con la gloria o con el cielo, viven siempre tristes y agitando unas como alas invisibles, ansiosas y prontas a tender el vuelo en busca de lo ideal y de lo bello... Sus cabellos habían sido abundantes y de un color castaño, como el de la avellana, sus cejas y pestañas, negras y su rostro pálido y blanco, como las azucenas. Ahora vestía con sencillez y sobre su pecho agitado por los suspiros se balanceaba una flor, roja, tan roja como el color purpúreo de sus labios...
Su joven y amante compañero, con sus cabellos negros y ensortijados, su rostro ligeramente moreno y pálido, y sus facciones pronunciadas y correctas, había sido un tipo hermosìsimo como el mismo Dios que lo había creado y le había impregnado de una hermosura varonil...
Pero había muerto el hombre. El compañero de su vida. El varón que le había dado tanto calor a su vida ahora la dejaba con el frío del futuro incierto. Un hijo esperaba el regreso de la viuda anhelando con ansias saciar el hambre que atormentaba su vientre. Èl sabía que su madre no lo abandonaría, que no lo dejaría desfallecer y que regresaría con abundante comida para saciar su apetito infantil...
La viuda, caña cascada por el dolor, el sufrimiento y el abandono del amor que había sido su vida, ahora está como ausente, pensando en su último bocado y después... la muerte. De todas formas la muerte ya la había visitado al llevarse al amante que la abrazaba cada noche y le hacía sentir vértigos de ternura y amor... La muerte que seguía rondando su vida y la de su pequeño. Cañas cascadas por la soledad, el hambre y el frío...
Y llegó el profeta. El hombre de Dios. El hombre que Dios había enviado para que en la vida de estas cañas cascadas sucediera el milagro de la vida. El milagro del pan. El Maná que alimentaría no solo sus corazones sino también sus vientres... El profeta enviado a brindarles la fe que necesitaban, la esperanza en el futuro, la reconstrucción de sus vidas, la visión celestial que hay un nuevo día en la vida de aquellos que han sido cascados por el infortunio. Aunque ella estaba incrédula y había perdido el deseo de vivir, el hombre de Dios le ofrece un futuro diferente. Pero mejor leamos las palabras de la viuda al pedido que le hace el Profeta cuando le pide pan: "Pero ella respondió:Vive el SEÑOR tu Dios, que no tengo pan, sólo tengo un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija y estoy recogiendo unos trozos de leña para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que comamos y muramos..."
Palabras muertas como muerta estaba el alma de esta mujer. La viuda, la caña cascada ya no tiene vida ni fuerzas ni esperanzas... Pero el Profeta ha llegado para que ella vea el resplandor del sol en un nuevo día. Para que vea con sus propios ojos que mientras hay vida... hay esperanza. Que Dios aún no ha dejado de brindar su Misericordia y su Amor derramado en libación sobre aquellos que han sido cascados por la vida... Quizá como usted que me lee... O como yo que escribo...
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