LA CONFESION
Confesión. Esta palabra recuerda imágenes policíacas. No todas positivas. Interrogatorios en cuartos semi oscuros. Tortura china con agua. Admisión de coqueteos con el pecado ante un sacerdote detrás de una cortina negra. Caminar por el pasillo de una iglesia y llenar de rezos el altar...
¿Es esto lo que Juan tenía en mente cuando escribió estos versos?
"Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad" 1 Juan 1:8-9
La confesión no es decirle a Dios lo que él no sabe. Imposible.
La confesión no es quejarse de otros. No es señalar con el dedo a los demás sin fijarme en mí. Eso quizá me haga sentir bien pero no suscita sanidad. La confesión de pecados es mucho más. Es una dependencia radical en el amor de Dios. Una declaración de nuestra confianza en la bondad del Señor. Reconozco que lo que hice estuvo mal, pero tu gracia es más grande que mi pecado, por tanto, Señor, lo confieso...
Si nuestra comprensión de la gracia es pequeña, nuestra confesión será escasa, renuente, vacilante, cubierta de excusas y pretextos, llena de temor al castigo. Pero una gracia enormemente grande... crea una confesión grande...
Como la confesión del hijo pródigo. "Padre, he pecado contra ti y contra el cielo" O igual a la del publicano: "Señor, sé propicio a mí, pecador". Pero la confesión más conocida vino del rey David. Aunque tardó un buen tiempo en reconocer su culpa, sus huesos secos le hicieron recordar que había algo pendiente que confesar. Y lo hizo. Y alcanzó misericordia. Y vivió lo que el profeta dijo: ¡Huesos, vivan...! Por un tiempo interminablemente largo, David, el cantor de Israel, el hombre conforme el corazón de Dios, el general del ejército más poderoso de su tiempo, permitió que su corazón se calcificara. Escondió su pecado y pagó un alto precio por ello...
David supo que su pecado secreto no era tan secreto como creía. Cada vez que miraba a Betsabé no veía su belleza sino su recuerdo de aquel desliz de hacia un tiempo atrás. Sin duda cada vez que la veía a los ojos creía ver los ojos del esposo asesinado por él mismo. Pero creo que más que la mirada acusadora de Urías, David sentía el aguijón de los Ojos de Dios...
Finalmente oró... "Jehová, no me reprendas en tu furor, ni me castigues en tu ira..." Fueron sus palabras salidas de un corazón que se confesaba pecador. Que abría su boca para declarar su culpabilidad. Supo que para alcanzar misericordia tenía que declarar su inutilidad, su maldad y humillarse ante el Todopoderoso para poder levantarse libre de culpa, libre de suciedad y libre de toda acusación...
La confesión de nuestros pecados, mis amados, nos liberta... "Y conoceréis la verdad y la verdad os hará verdaderamente libres" dijo Jesús. El sabía por qué dijo tales palabras...
¿Es esto lo que Juan tenía en mente cuando escribió estos versos?
"Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad" 1 Juan 1:8-9
La confesión no es decirle a Dios lo que él no sabe. Imposible.
La confesión no es quejarse de otros. No es señalar con el dedo a los demás sin fijarme en mí. Eso quizá me haga sentir bien pero no suscita sanidad. La confesión de pecados es mucho más. Es una dependencia radical en el amor de Dios. Una declaración de nuestra confianza en la bondad del Señor. Reconozco que lo que hice estuvo mal, pero tu gracia es más grande que mi pecado, por tanto, Señor, lo confieso...
Si nuestra comprensión de la gracia es pequeña, nuestra confesión será escasa, renuente, vacilante, cubierta de excusas y pretextos, llena de temor al castigo. Pero una gracia enormemente grande... crea una confesión grande...
Como la confesión del hijo pródigo. "Padre, he pecado contra ti y contra el cielo" O igual a la del publicano: "Señor, sé propicio a mí, pecador". Pero la confesión más conocida vino del rey David. Aunque tardó un buen tiempo en reconocer su culpa, sus huesos secos le hicieron recordar que había algo pendiente que confesar. Y lo hizo. Y alcanzó misericordia. Y vivió lo que el profeta dijo: ¡Huesos, vivan...! Por un tiempo interminablemente largo, David, el cantor de Israel, el hombre conforme el corazón de Dios, el general del ejército más poderoso de su tiempo, permitió que su corazón se calcificara. Escondió su pecado y pagó un alto precio por ello...
David supo que su pecado secreto no era tan secreto como creía. Cada vez que miraba a Betsabé no veía su belleza sino su recuerdo de aquel desliz de hacia un tiempo atrás. Sin duda cada vez que la veía a los ojos creía ver los ojos del esposo asesinado por él mismo. Pero creo que más que la mirada acusadora de Urías, David sentía el aguijón de los Ojos de Dios...
Finalmente oró... "Jehová, no me reprendas en tu furor, ni me castigues en tu ira..." Fueron sus palabras salidas de un corazón que se confesaba pecador. Que abría su boca para declarar su culpabilidad. Supo que para alcanzar misericordia tenía que declarar su inutilidad, su maldad y humillarse ante el Todopoderoso para poder levantarse libre de culpa, libre de suciedad y libre de toda acusación...
La confesión de nuestros pecados, mis amados, nos liberta... "Y conoceréis la verdad y la verdad os hará verdaderamente libres" dijo Jesús. El sabía por qué dijo tales palabras...
Comentarios
Publicar un comentario