EL MEJOR REGALO...
Bueno, ustedes saben que soy pastor. El Señor me ha encargado el desarrollo y crecimiento de un grupo de personas que han aceptado mi pastorado.
Es decir, algunos se sientan tres veces por semana a escuchar lo que tengo que decirles. Llegan temprano, desde sus trabajos, cansados y deseosos de llegar a casa pero antes, hacen una parada, un paréntesis en su ajetreada agenda y llegan al edificio donde se congrega la Iglesia de Cristo Visión de Fe en El Salvador.
Y hacen algo que nunca podré pagarles:
Me regalan su tiempo. Su oído. Estoy consciente que el mayor regalo que puedes hacerle a alguien es tu propio tiempo. En lo que a mí respecta, gracias, hermanos y amigos por darme ese regalo.
Trato de mantener esta noción bien presente cada vez que me paro en una plataforma frente a una audiencia atenta, porque cuando las personas me prestan el oído, me ofrecen un trocito de su vida que nunca más pueden recuperar... uno de los pocos regalos que no pueden devolverse ni retractarse.
Sin embargo, esta dinámica no es exclusiva para la audiencia que escucha a un orador. También es verdad para cualquier persona que le presta el oído a otro individuo. A una hermana en dificultades. A un hermano buscando una solución. A un niño que quiere quejarse de los que lo molestan. A una esposa frustrada. A un esposo agotado por las demandas del trabajo. Todos los días estamos en esa posición: tenemos la oportunidad de rodearnos de la conversación de otra persona, de suprimir el clamor de nuestros propios pensamientos y horarios, para concentrar toda nuestra atención en los demás, dándole una ofrenda sumamente singular: el regalo de nuestra persona...
El regalo de nuestro tiempo.
El regalo de escuchar.
Algo que está haciendo mucha falta hoy en día. Y no solo en el mundo secular, sino también en el mundo cristiano. La tecnología nos está robando el privilegio de platicar largo y tendido, viéndonos a los ojos, observando nuestros gestos faciales, el movimiento de nuestras manos y el asentimiento de nuestra cabeza cuando decimos sin palabras... "si".
Me gusta observar a las mujeres cuando hablan. Hacen gestos únicos. Hablan con las manos. Con los ojos. Hablan con la frente, con los dedos y hasta mueven el pelo de cierta manera que le añaden palabras a sus palabras... Eso es hermoso y único.
Piénsalo.
¿Cuándo fue la última vez que alguien te escuchó de verdad? No la última vez que hablaste, sino la última vez que sentiste que te escuchaban de verdad. Quizás te cueste recordar un momento reciente en que hayas experimentado esa sensación especial de saber que te prestaban toda su atención, decididos a escuchar lo que tenías para decir...
Pero también pregúntate cuándo fue la última vez que alguien se sentó a tu lado y vio tu rostro, sintió tu sonrisa o tu gesto de sorpresa cuando le escuchaste, alguien que experimentó el placer de tener a alguien que sabe como hacer que una persona se sienta valorada, y aceptada, amada y afirmada...
¿Por qué? Es el efecto que tiene el regalo de escuchar. Es lo que Dios nos dice: "Habla tú, yo escucharé..."
Lo estás pensando... ¿verdad?
Es decir, algunos se sientan tres veces por semana a escuchar lo que tengo que decirles. Llegan temprano, desde sus trabajos, cansados y deseosos de llegar a casa pero antes, hacen una parada, un paréntesis en su ajetreada agenda y llegan al edificio donde se congrega la Iglesia de Cristo Visión de Fe en El Salvador.
Y hacen algo que nunca podré pagarles:
Me regalan su tiempo. Su oído. Estoy consciente que el mayor regalo que puedes hacerle a alguien es tu propio tiempo. En lo que a mí respecta, gracias, hermanos y amigos por darme ese regalo.
Trato de mantener esta noción bien presente cada vez que me paro en una plataforma frente a una audiencia atenta, porque cuando las personas me prestan el oído, me ofrecen un trocito de su vida que nunca más pueden recuperar... uno de los pocos regalos que no pueden devolverse ni retractarse.
Sin embargo, esta dinámica no es exclusiva para la audiencia que escucha a un orador. También es verdad para cualquier persona que le presta el oído a otro individuo. A una hermana en dificultades. A un hermano buscando una solución. A un niño que quiere quejarse de los que lo molestan. A una esposa frustrada. A un esposo agotado por las demandas del trabajo. Todos los días estamos en esa posición: tenemos la oportunidad de rodearnos de la conversación de otra persona, de suprimir el clamor de nuestros propios pensamientos y horarios, para concentrar toda nuestra atención en los demás, dándole una ofrenda sumamente singular: el regalo de nuestra persona...
El regalo de nuestro tiempo.
El regalo de escuchar.
Algo que está haciendo mucha falta hoy en día. Y no solo en el mundo secular, sino también en el mundo cristiano. La tecnología nos está robando el privilegio de platicar largo y tendido, viéndonos a los ojos, observando nuestros gestos faciales, el movimiento de nuestras manos y el asentimiento de nuestra cabeza cuando decimos sin palabras... "si".
Me gusta observar a las mujeres cuando hablan. Hacen gestos únicos. Hablan con las manos. Con los ojos. Hablan con la frente, con los dedos y hasta mueven el pelo de cierta manera que le añaden palabras a sus palabras... Eso es hermoso y único.
Piénsalo.
¿Cuándo fue la última vez que alguien te escuchó de verdad? No la última vez que hablaste, sino la última vez que sentiste que te escuchaban de verdad. Quizás te cueste recordar un momento reciente en que hayas experimentado esa sensación especial de saber que te prestaban toda su atención, decididos a escuchar lo que tenías para decir...
Pero también pregúntate cuándo fue la última vez que alguien se sentó a tu lado y vio tu rostro, sintió tu sonrisa o tu gesto de sorpresa cuando le escuchaste, alguien que experimentó el placer de tener a alguien que sabe como hacer que una persona se sienta valorada, y aceptada, amada y afirmada...
¿Por qué? Es el efecto que tiene el regalo de escuchar. Es lo que Dios nos dice: "Habla tú, yo escucharé..."
Lo estás pensando... ¿verdad?
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