EL HOMBRE QUE ESPERA (Lev. 16:10)

El sacerdote ha llegado a su lugar puntualmente: Preparándose para llevar a cabo la ceremonia de purificación antes de entrar al Lugar Santo a ofrecer el sacrificio ordenado por Dios. Se lleva todo el tiempo que sea necesario para satisfacer la demanda que esto conlleva: Limpieza sacerdotal, total santidad y conducta perfecta.

Es decir, lo mínimo para ser representante de un pueblo ante Dios y viceversa.

Con movimientos lentos pero bien ensayados, el sacerdote cumple a cabalidad cada uno de sus deberes. Se baña, se pone sus ropas levíticas, obligadas para cada una de sus funciones, se ata las sandalias y, sobre todo, se amarra la cinta a la cintura pues está a punto de entrar a un lugar que si no está en el orden debido, puede caer fulminado por la ira Santa de ese Dios al que sirve. No hay prisas.

Todo tiene que ser realizado con la mayor ceremonia posible.  Todo debe hacerse conforme el modelo que Aarón recibió en el desierto, y, aunque ya han pasado varios cientos de años, todo debe seguir igual. Igual hasta el cumplimiento de los tiempos.

Hoy le tocó en suerte a él ofrecer el sacrificio del día.  Tomar el cordero, abrirle la yugular y tomar cuidadosamente cada gota de su sangre mientras el cordero se devana de dolor pero sin emitir ni un solo gemido.  Lo despelleja cuidadosamente para quemar lo que deba quemar y ofrecer en holocausto lo solicitado por Dios.

Afuera del Templo el hombre sigue esperando. Bajo un sol abrasador, no se puede mover de su lugar. Le han asignado una tarea que solo él puede realizar. Debe esperar, esperar y esperar. Tuvo que cancelar compromisos previos pues nunca se imaginó que ese día sería llamado a cumplir ese papel, que, según le han contado, no es muy agradable. Pero espera el momento de ser llamado. No admite saludos, no acepta conversaciones de los que pasan cerca de él ni siquiera debe saludar a nadie para no distraerse. Su función es muy importante y debe estar alerta…

Pasa el tiempo y los sacerdotes siguen con su ritual. No se oye ningún gemido ni mucho menos ruido. Lo único que se alcanza a escuchar es el tintineo de los cascabeles que el sacerdote tiene cosidos en los ruedos de su vestidura. Son los sonidos que anuncian que está vivo. Que está en movimiento realizando sus tareas al pie de la letra. La modorra que produce el calor del día adormece al hombre de la puerta, pero no debe darse por vencido. En cualquier momento será llamado para que cumpla su deber.

Y este momento llega. Escucha el sonido de los pasos del sacerdote acercándose a él y se oyen otras pisadas: las de un chivo. Es el chivo expiatorio. Es el animal sobre el que han puesto las manos los sacerdotes para echar sobre él los pecados del pueblo y que el hombre de la puerta debe llevar lejos, al desierto, para que el animal sea allí devorado por las fieras. Es decir, la misión de este hombre anodino, anónimo, es sacar fuera del campamento y llevar lejos, los pecados del pueblo…Para eso fue nombrado ese día. Para llevar fuera del campamento todo lo que lo contaminaba, toda la inmundicia, toda la basura inmoral de los pecadores. Sobre ese chivo fueron puestos todos esos pecados y tiene que ser ese hombre el encargado de sacarlo fuera. Al desierto…

Usted y yo somos hoy el hombre de la puerta. Esperando el momento que se nos diga que llevemos al pecador. No al desierto sino a la Cruz. Hoy somos usted y yo los encargados de no distraernos, de no permitir que nadie ni nada nos robe la atención sobre los que necesitan ser llevados ante Aquel que perdona los pecados, la inmundicia y la basura de las almas agonizantes de dolor y soledad. Nosotros somos los hombres y mujeres de la puerta. Por eso, solo por eso, debemos permanecer alerta. No sabemos el momento en que nos necesitarán. Lo que sí debemos saber es que un día, un momento, cualquier instante seremos llamados a llevar a alguien a Jesús.

Por lo tanto, no nos descuidemos. Será nuestra única oportunidad quizás…

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