EL CARCELERO...

Hechos 16:30 y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?

Su vida transcurría sin ningún problema.

Estaba acostumbrado a ver delincuentes de toda clase. Es más, él mismo era un delincuente. Solo que en lugar de estar tras las rejas, vivía entre las rejas. Era un hombre acostumbrado a ver lo más rudo de la raza humana. Entre sus huéspedes había  toda clase de seres: violadores, ladrones, tramposos y embaucadores.

Ya nada le asombraba de la conducta humana.

Lo más asombroso de todo, era que todos decían ser inocentes. Que estaban allí por causa de sus enemigos pero que ellos eran unos angelitos. Que jamás habían matado ni una mosca. Esas eran sus excusas. Las de siempre. Todos se tapaban, como dice el dicho, con la misma chamarra.

Por eso no se asombró cuando dos hombres más entraron a sus recintos. Eran dos parias más de la sociedad. Los abandonados por los dioses. Dos delincuentes más…

Así que les tomó sus datos: nombres, edades, nacionalidad y todas las preguntas obligadas por el reglamento.  Las instrucciones de sus jefes fueron rotundas: Que los metiera bien adentro de la cárcel. Eran peligrosos para la sociedad. Iban sangrando por las heridas causadas por los latigazos que les habían propinado, pero eso no fue obstáculo para que nuestro protagonista, el carcelero, se gozara aún más atándoles los pies al cepo. Así hay que tratar a los delincuentes. ¡Duro con ellos! Se decía a sí mismo.

Pero… Siempre hay un "pero"… Estos hombres no son como los otros. Estos no blasfeman ni dicen palabras vulgares. A pesar de su apariencia desastrosa, tienen algo que los diferencia de los demás. Se les nota un brillo en sus ojos que nunca había visto. No era burla ni compasión mucho menos lástima. Era algo mucho más profundo, algo que le hizo que su cuerpo se estremeciera desde lo más profundo. Emanaba de ellos un "algo" que no conocía. Sus voces eran suaves y cultas. Su lenguaje refinado, muy contrastante con el de los demás. Sus ademanes eran como de la realeza y sobre todo, eran unos presos dóciles, obedientes y humildes. Eran especímenes bien raros. Algo que no estaba acostumbrado a ver ni mucho menos tratar. Es decir, estos hombres lo desubicaron de su rudo oficio. Le movieron la alfombra de sus costumbres. Le desarmaron sus paradigmas. Le demolieron sus estructuras.

A todo esto, hay que agregarles sus costumbres: Se pusieron a cantar. ¿A quién se le ocurre cantar mientras está atado a la pared? ¿A quien se le ocurre entonar canciones que alaban a un Dios que no los ha cuidado? ¿Qué clase de gente es ésta que aún estando en esa situación alaba a su Dios? ¿Y a media noche? ¿Por qué no se quejan? ¿Por qué no insultan y profieren amenazas? Estas y muchas preguntas más dan vueltas en la mente del carcelero. Algo no huele bien esta vez. Algo extraño ha entrado en la rutinaria cárcel de Filipos…Y ese "algo" son esos hombres que cantan canciones que hablan de un Dios que el romano no conoce. De un Dios que liberta, que hace maravillas, que salva el alma de las llamas del infierno, que tiene poder.

De pronto un temblor. La tierra se estremece, las puertas rechinan y se abren. El carcelero se asusta. Si los presos se escapan es hombre muerto. Cree escuchar el ruido del escape y entra en pánico. Toma su espada y trata de matarse antes que sus jefes lo maten. Pero unos gritos lo detienen: Son los varones que él había metido en la zona más dura de la cárcel. "No lo hagas" le dijeron. Y no tuvo opción. El que mandaba antes ahora está obedeciendo. Los que estaban detrás de las rejas le hablan al que siempre estuvo entre las rejas. Y comprendió todo: Necesitaba con urgencia conocer a ese Dios que abre las puertas de la prisión. Y formuló su famosa pregunta: "Señores: ¿Qué haré para ser salvo? "Entonces: ¿Quién era señor en ese lugar? ¿El carcelero o los encarcelados? Usted tiene la respuesta.

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