¿NACER PARA SUFRIR, O PARA SER USADO POR DIOS?

 Los padres del bebé están ansiosos. Se acerca el día del nacimiento de su hijo tanto tiempo esperado. Le han hecho algunos arreglos a la casa para adecuarle su cuarto, su cuna y toda la parafernalia que necesitará para estar cómodo. Han platicado con la partera para que esté lista para cuando la llamen avisándole que el niño está por nacer. Incluso, le han hecho un primer pago a cuenta del valor total de sus servicios para asegurarse que ella estará a su disposición en el momento preciso.

Cada visita a la Ciudad Santa la aprovechan para llevarle a Jehová una ofrenda por ese niño. Es un milagro que ella esté encinta, por lo tanto, los milagros se le agradecen al Señor. Y eso hacen ellos. Tres veces al año hacen el esfuerzo por estar en las grandes fiestas ordenadas en la Ley para presentarse ante el sacerdote y ver elevarse al cielo el humo de su sacrificio que El, Jehová, acepta con olor grato.

Han buscado el nombre que le pondrán con mucho cuidado. Primero, para honrar a su Dios y segundo, para asegurarse que ese nombre revele su futuro, su carácter y su personalidad. No quieren ponerle cualquier nombre. Será uno que lo haga grande y poderoso…

Llega el día del nacimiento y todo parece estar bien. Los dolores de parto han dado lugar al gozo de tener al bebé en los brazos y los padres lo observan embelesados. Se parece a los dos. Tiene sus rasgos y están orgullosos de él.

Y empieza a crecer. Y es cuando se dan cuenta de un problema: Es ciego. No ve. Tiene pupilas pero están muertas. No distingue nada. Ni la luz ni las tinieblas. Y lo que era alegría se convierte en tristeza. De nada valieron los sueños ni las ilusiones ni los proyectos. Todo se vino abajo de un solo golpe. Será un paria. Porque en Israel los ciegos se convierten en mendigos. Viven en las calles. Son inútiles, no sirven para nada. Siendo un país de agricultores, los ciegos no son útiles… Y los padres se abandonan a su suerte y lamentan lo que el destino les deparó. El hijo crece y toma su lugar entre los abandonados, los pobres e ignorantes. No puede entrar al Templo según el ritual levítico ni puede ofrecer sacrificios. Está excluido de la Presencia Divina…

Pero ¡Un momento! Dios ha visitado a su pueblo. Se ha vestido de carpintero y ha salido a las calles a cumplir su Misión: Dar vista a los ciegos. La gente lo critica pues no creen que sus credenciales sean verdaderas. Murmuran de El. Lo rechazan aún viendo los milagros que hace todos los días. Algunos que no nacieron ciegos han recibido la vista y eso ha despertado el celo a los religiosos. Dicen que es obra del maligno, que nadie ha logrado hacer eso desde la historia de Israel. Juntan piedras para matarlo y El se les escabulle constantemente. Aún sus familiares dudan de su llamado mesiánico.

Dios necesita un testimonio que les impacte, que les haga ver un poco más allá de lo que han visto hasta ahora. No quiere un enfermo eventual, necesita a alguien que haya nacido con un mal, alguien que les explique con claridad su propia condición. Ha resucitado muertos y no creen. Ha hecho andar cojos y no creen. –En algo tendrán que creer-, piensa El. Y busca en sus registros divinos a alguien a quien se haya preparado de antemano para que dé ese testimonio…

Y un día lo encuentra. Es el ciego de nacimiento de Juan nueve. Todo un capítulo dedicado a este anodino hombre que todos tenían olvidado. Todos, menos Dios. El lo ha preparado desde el vientre de su madre para que llegado el día, se presentara ante el poderoso Sanedrín a explicar cómo, habiendo nacido ciego, ahora ve. Para explicar que Dios visitó a Israel… ¿Para qué fue preparado usted? Buena pregunta ¿verdad? Por eso Dios es Dios.

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