CABALLEROS: ¿QUIEN QUIERE SER EL PRIMERO...?

Juan 8:1-11

En la búsqueda del amor genuino…

 La puerta se abrió de un solo golpe. La luz de la calle inundó la habitación dejando ver en toda su crueldad la sorpresa de la mujer que yacía en la cama, semi cubierta por las sábanas revueltas a causa del hecho que se practicaba allí.

Un hombre, cobardemente, salió corriendo, ropa en mano, a través de la ventana que daba al patio exterior.

El tropel de los guardianes de la moral religiosa y civil del pueblo había irrumpido sorpresivamente en la casa, sin importar violar el pudor de aquella infeliz que había creído en las promesas amorosas de su vil amante.

Uno de ellos, con ojos lujuriosos observaba el frágil cuerpo de la mujer que se antojaba a sus carnales e impúdicos deseos, salivando de lascivia al ver a aquella desdichada abandonada en aquel lecho mancillado por el pecado.

Otro más, clavó sus sucios ojos en la suave y tersa piel de la mujer, permitiendo que un sentimiento obsceno y repugnante aflorara por su carnal sistema sexual, imaginándose los más sucios y sadomasoquistas  pensamientos rebajando hasta los suelos, en su mente, a aquella que se entregaba a su necesidad de ser amada. 

Otros, más adustos y legalistas, trataban de no ver el sinuoso espectáculo, volteando sus santos ojos hacia otro lado de la habitación, mientras gritaban a toda voz, para que lo escucharan bien las mujeres vecinas, que aquella pecadora debía ser muerta a pedradas como lo indicaba la Ley.

A un lado de la cama, sobre una mesita, estaba un ejemplar de la Torá, la Ley de Dios que en el Sinaí le habían entregado al legislador de sus antepasados. O sea que nuestra amiga era judía. Y, como tal, conocía lo que la Ley decía con respecto a su situación. En un segundo que le pareció infinito, recordó por qué estaba allí. Haciendo el amor con un hombre que no era su esposo… Y recordó su génesis:

Abandonada por sus padres. Creció en un hogar prestado donde fue violada repetidamente por el señor de la casa. La dueña de aquel hogar, si se podía llamar así, la tenía como esclava y sabía de los abusos del esposo sin decir nada. Consentía con el sucio proceder de su marido. Fue sacada después de un tiempo de violaciones y abusos, a la calle para que no contaminara con su conducta aquel santo hogar. Rebotó de casa en casa, comía de los desperdicios del basurero, fue creciendo en un ambiente hostil y sufrió rechazo tras rechazo.  Cuando había noches frescas, recordaba a su querida madre cuando pasaba las vigilias bajo el cielo estrellado de Jerusalén. Y se quedaba dormida bajo aquel manto celestial lleno de puntitos brillantes, soñando sueños que la llevaban a los brazos del hombre de sus anhelos: Un príncipe que le hiciera toda clase de regalos. Que le hiciera vivir sensaciones agradables y que jamás abusara de su condición de huérfana y abandonada. Un príncipe que la sostuviera de su mano cuando la debilidad de su alma se manifestara. Un varón que le hiciera sentir que era amada, respetada y dignificada. Soñaba que tendría varios hijos a quienes presentar en el Templo y dedicarlos a Jehová… Quizá uno de ellos fuera el Mesías prometido…

Pero hasta hoy, que fue sorprendida, no había encontrado al hombre de sus sueños. Solo hombres viles, canallas, abusadores, mentirosos y falsos. Hombres que se aprovechaban de su ingenuidad y necesidad de un abrazo, de un beso, de un "te amo". Ella no buscaba sexo. Ella no buscaba lujuria. Ella no buscaba sensualidad. No. Ella buscaba calor, amor, amistad, compañerismo. Buscaba unos brazos que la cobijaran y le dieran lo que la vida le había negado. Y lo que encontraba era todo lo opuesto. Por eso estaba allí, cubriendo su frágil cuerpo con lo que aquellos señores le permitían. Fue arrancada de la cama a tirones y con violencia fue sacada a la calle, sufriendo la vergüenza de que todos los que la veían, lo hicieran con un sesgo de acusación, infamia e insultos. Iban recogiendo piedras. Ella sabía perfectamente la sentencia: muerte por lapidación. No había otra opción. Resignada a sufrir la consecuencia de la búsqueda de su necesidad, no abrió su boca, no se defendió, no expresó nada en su favor. No se excusó. No acusó a nada ni a nadie. Solo se dejó llevar por aquellos que cuidaban que en la Tierra Santa no vivieran personas –como ella-, que ensuciaran aquel santo suelo que Dios les había entregado por herencia…Una tierra que fluyera leche y miel, no suciedad ni pecado.

De pronto, parada en aquella calle, frente a un hombre a quien todos le hacían preguntas y que él no contestaba, sintió salir cierto efluvio de algo diferente. Era una sensación que nunca había sentido brotar de su cuerpo. No era deseo, no era nada parecido a lo que antes había sentido. Era algo nuevo, algo que empezaba en lo más íntimo de su interior y se reflejaba en su piel. Era una sensación de paz. Una paz con sentido infinito, sobrenatural que le hacía esperar las piedras con tranquilidad. Aquel extraño que escribía en la tierra algo que ella no entendía, le transmitía lo que tanto tiempo había estado buscando. Era inexplicable, pero allí estaba el príncipe de sus sueños. No importaba que fuera en el último instante de su vida, pero lo encontró. Encontró al hombre de sus sueños. Que tiren piedras, no importa. Había hallado lo que tanto tiempo había buscado…Unos ojos limpios y transparentes. Manos puras y labios sonrientes…

Una voz retumbó en el ambiente. Sin liturgias. Sin tanta semántica. Sin bombos ni platillos. Fue directa la invitación  que resonó en todo el universo: EL QUE ESTÉ LIBRE DE PECADO, TIRE LA PRIMERA PIEDRA…Todos se fueron avergonzados por la petición de Aquel que conoce el intrincado interior del corazón humano. ¿Su nombre? Jesús, el de Nazaret. El Hijo de Dios.

 

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