PADRE NUESTRO... y nosotros

O también, tú, ¿por qué menosprecias a tu hermano? (Rom. 14:10)
 
Siguiendo con la oración modelo que Jesús nos dejó en la Escritura, me encontré con una experiencia personal hace poco que confirma mi teoría de lo que escribí el día de ayer sobre la separación entre los que creemos que son nuestros hermanos...
Mis nietas me invitaron a su "graduación", o sea a la clausura de clases y a recibir sus medallas que ganaron en su colegio. El acto fue en la Iglesia que le da cobertura ministerial al colegio donde ellas estudian. Llegué, como acostumbro, temprano para que cuando ellas llegaran con sus papás me vieran ya presente. Luego de algunas formalidades todos entramos al recinto y noté que los pastores que son muy conocidos en el ámbito cristiano estaban en la tarima que servía de plataforma para el acto. Observé que, mientras íbamos llegando al acto ellos miraban hacia la puerta de ingreso, como viendo quiénes íbamos entrando y tomando nuestros lugares en las sillas. Yo no quiero honra forzada, pero me puse a pensar en un detalle: Ellos saben quién soy yo. Nos conocemos desde hace muchos años. Incluso en algunos actos oficiales del gobierno del Presidente Saca coincidimos en varias ocasiones tanto en desayunos presidenciales como en actos públicos. Así que allí estaba yo, esperando un gesto de buena educación y que fueran a saludar a su visitante que, como ellos, soy siervo del mismo Dios al que ellos sirven (eso creo). O, lo que es lo mismo... creí que eran mis hermanos y que llegarían a estrecharme la mano como saludo de bienvenida. Ellos estaban en "su" casa y yo era un invitado. Lo menos que debieran haber hecho en esa ocasión, aunque les caiga mal... era ser educados y saludar a alguien con quien han compartido en el pasado el pan de cada día. Al menos eso ordena el protocolo de buenas costumbres...
Pero no sucedió nada. Y ellos perfectamente sabían que yo estaba en medio de la concurrencia.
Se realizó el acto, tomamos las fotos de rigor, se predicó un lindo discurso y bye bye...
¿Cómo vería el Padre de ellos y mío ese gesto de mala educación?
Le contaré una parábola que Dios me enseñó hace años con respecto a este síndrome evangélico...
Un padre de familia está en su casa. Es día de visita familiar. Todos sus hijos acostumbran llegar a su casa y llevarle sus nietos y comer juntos el almuerzo... Empiezan a llegar: primero llega el hijo que se graduó de doctor. Uñas limpias, ropa limpia, olor a limpio. Impecable. Saluda al padre con un beso y éste abraza a su hijo. Después llega la hija que salió embarazada de a saber quién. Repite el mismo saludo al padre, se abraza con el hermano y éste le pregunta cómo le van las cosas. Luego llega el hijo que se dedica a la mecánica. Huele a grasa. Sus uñas muestran la mugre del trabajo. Su ropa es de trabajo, no tiene concepto de matizar los colores, tiene una barba de varios días. Es malhablado. Pero saluda a su padre, se sienta en la sala con sus hermanos, cruza las piernas y muestra los zapatos sucios de trabajo. Papá está contento con sus hijos en casa. Por último llega el más pequeño. El solterón de la familia. Entra como Juan por su casa. Saluda al padre, le hace bromas a la hermana madre soltera, le pone sus manotas en la espalda al hermano doctor, le hace un chiste al hermano mecánico y abraza contento a sus sobrinos... Se va a la cocina y abre la refri para comer algo antes que sirvan el almuerzo... ¡Ah! y como es soltero no lleva nada en las manos... Pero el Padre está feliz, feliz con todos sus hijos en Casa. Está feliz porque lo aman a Él y ellos se aman entre sí. No hay ninguna similitud entre ellos. Todos son distintos. Cada quien tiene su forma de ser. Cada quien tiene su forma de educar a sus nietos... pero todos, todos los que están allí son sus hijos. Y, ese día de visita, el Padre y sus hijos comerán una vez más el almuerzo, todos juntos...
¿Alguna vez, entenderemos esto, queridos pastores? Una cosa si sé: si me los encuentro en algún restaurante como ha sucedido algunas veces, tengan por seguro, que aunque yo les caiga mal, iré nuevamente a saludarlos y a estrecharles las manos... aunque cuando visité su casa, ustedes no fueron a saludarme.
Porque conozco la orden de Jesús: USTEDES, CUANDO OREN, DIGAN, PADRE NUESTRO... Porque resulta que ésta es una orden, no un consejo.

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